6 dic 2012

1980


Juan Villoro



a Juan Lorenzo
Los papas de Rubén eran francamente anticuados: ella se parecía a Janis Joplin y él a Jerry García. Su profesión de antropólogos les permitía andar por la ciudad con huaraches de suela de llanta. Rubén no les decía Pa ni Ma, sino Marta y Genaro. Cada vez que se le escapaba un “papi”, Genaro contestaba “no la chingues”. Marta tenía el pelo castigado de quien se lava con piedra pómez y un cutis que jamás visitaban los cosméticos. Sus collares parecían venerar al Cristo de las refaccionarias: cruces de fierro y rosarios de hojalata. Genaro tenía una de esas barbas superpobladas donde las migajas se pueden perder durante seis meses. Usaba espejuelos redondos y un overol que lo hubiera hecho verse como un cuáquero, de no ser por el morral de cuero crudo que llevaba al hombro y que a partir del 68 se convirtió en emblema de los que eran de izquierda y vivían en el circuito Coyoacán-Contreras-San Jerónimo. Marta y Genaro eran aficionados a Chuck Berry, Little Richard y otros negros.

Para Rubén la discoteca de sus papás era como la tumba 7 de Monte Albán: puras reliquias del sonido. Y la antigüedad de la música no era nada en comparación con las escenas que montaban Marta y Genaro. Rubén solía encontrarlos mariguanos en la sala, desplomados entre vasijas oaxaqueñas, velas derretidas, cojines de manta y estatuillas con falos que le hubieran dado envidia a Jimi Hendrix. Y la pachequez de sus papás no era lo peor: además hablaban. Cuando Marta abría la boca uno podía ver un partido de futbol americano antes de que se callara. Rubén no conocía demagogos más completos. Genaro siempre hablaba de México como si fuera su riñón.

—¿Qué tal, cómo andas? —le preguntaba Rubén, masticando los Corn pops del desayuno.

—Del carajo, Rub.

—¿Por qué?

—La situación del país —y hacía un gesto de peritonitis.

Después venía un vasto rollo de cómo las desgracias de la nación le afectaban directamente a él. Genaro estaba tan dentro de la realidad que las secreciones de su cuerpo ya no dependían de glándulas sino de las noticias del Unomásuno.

Marta y Genaro querían que su hijo los tratara como amigos. Cuando Rubén cumplió los trece, Genaro le regaló el El satiricón de Petronio y una suscripción a Caballero. Además le dio muy buenos tips para que se masturbara.

Marta y Genaro habían mandado a su hijo a escuelas activas con el objeto de librarlo de los métodos represivos que ellos habían padecido. Pero la enseñanza activa fue un perfecto tiro de bumerang. A los dieciséis años, Rubén estaba convencido de que nada era más importante que desobedecer a los mayores, tenía los conocimientos de un sexólogo (en el trópico activo ni una gorda como Trilce Sánchez llegó virgen a los quince) y era dueño de una palabra rellena de instrucciones: autoafirmación: más vale que te decidas de una vez porque tu destino empieza ahora. Adolescencia es curriculum. Rubén no tenía por qué aceptar a las amigas de su mamá que lo fajoneaban y le decían “estás buenísimo”, ni a los amigos fodongos de su papá (¡todos tenían senos más prominentes que sus amigas del colegio!) Rubén ya se había decidido: él era un amante del arte policiaco.

Su cuarto estaba pintado de azul marino y una placa de sheriff colgaba sobre la cabecera. En la puerta corrediza del clóset tenía un póster de Police, donde los tres músicos aparecían sin camisas: músculos bronceados y sólidos.

Rubén hubiera preferido ser rubio, pero se conformaba con tener el pelo castaño, cortado con tal esmero que regresaba a la peluquería cada dos semanas para que sus mechones conservaran su aspecto de hojas de pino. Todas las mañanas iba al Parque Hundido en una patineta pintada de negro. El ondulante ejercicio le había dado a su cuerpo una firmeza semejante a la de Sting, el cantante de Police. Usaba lentes oscuros de policía de caminos; cuando se los quitaba, sus ojos tenían la mirada arrogante de quien sabe que es su propio canon de belleza. Rubén sólo se podía medir en la escala de Rubén. Si sus papas buscaban perderse en todo lo que tuviera que ver con los otros (la declaración del estado de sitio en un país balcánico le podía causar un derrame cerebral a Genaro), él se sentía único, individual, un comisario en un mundo donde los demás son cuatreros. Marta y Genaro se horrorizaban al verlo llegar con esposas colgando del cinturón. Que su hijo se vistiera de azul marino (con calcetines blancos) les parecía tolerable, pero las esposas y la placa de sheriff eran francos destellos de fascismo. Genaro habló con él “como cuates”, es decir, con groserías. Rubén le contestó que dejaría de usar lentes de patrullero si él dejaba de tomar el café exprés que le había convertido la boca en una ventosa amarillenta. Como Genaro se había propuesto ser generoso y Rubén egoísta, la discusión no pasó a mayores.

A través de Police, Rubén asoció la música con un estilo de vida. Police o el sonido de los individualistas que sólo establecen contacto de manera rotunda: la seducción o el trancazo para hacer a un lado a los que no valen la pena. Iʼm lonely, cantaba Sting, y decenas de miles de fanáticos coreaban “estoy solo”, sabiendo que eso no era una mala noticia, sino un mérito. Aparte de Police le gustaban las películas donde los héroes se las arreglaban solos, sin tener que sesionar en comité.

La conducta de Rubén le dio a sus papas muchos motivos de autoescarnio: “hemos engendrado a un gánster” y otras quejas que hacían interesantes sus reuniones.

Rubén estaba en Yoko, comprando el tercer disco de Police, cuando se enteró de que el trío iba a tocar en la ciudad de México en noviembre. El dueño de la tienda, que parecía el primo rubio de Pete Townshend, le dijo que los boletos valían mil 100 pesos. Zácatelas. ¿Qué podía hacer alguien de dieciséis años para conseguir esa fortuna? Después de pensar un buen rato, Rubén descubrió una razón suficientemente alivianada para que su papá le diera el dinero: inventó que tenía que pagarle el ginecólogo a su novia. Su papá lo miró con la solidaridad de un mánager que confía en su cuarto bateador y le dio el dinero.

Durante semanas sólo habló con sus amigos de Police. El día del concierto todos habían dormido mal por la emoción. Como en la ciudad de México no hay ramblas, ni pubs, ni cafés sobre la banqueta, se reunieron en el mundo lila, amarillo y naranja de un Dennyʼs. Estuvieron media hora chupando malteadas y tarareando De Do Do Do, De Da Da Da.

Luego cruzaron al Hotel de México, un monumento al vacío, miles de cuartos que jamás serían concluidos. Y tal vez era mejor así, pues si los cuartos quedaban como el vestíbulo la cursilería no tendría límites. Rubén se quedó pasmado al ver un Partenón de huesos de aceitunas y un ajedrez monumental que simbolizaba la lucha entre capitalismo y socialismo.

Las amigas de Rubén iban de negro y movían sus piernas delgadas con premura. Por fin llegaron a un local que parecía decorado para un banquete del Club de Leones: manteles sobre las mesas, corbatas de moño en los cuellos de los meseros, cortinas que brillaban en tonos violáceos.

La espera fue insoportable: los meseros trataban de vender botellas de ron con tal insistencia que Rubén se vio obligado a soltar un rodillazo que aunque no dio en el blanco lo libró del acoso durante unos veinte minutos. Después llegaron otros meseros que parecían dispuestos a que les fracturaran las quijadas a cambio de vender una botella.

Finalmente las luces se apagaron. Copeland, Sting y Summers lanzaron un latigazo de sonido y el público se dio cuenta de que las sillas no servían para nada y que había que bailar sobre las mesas. Sting se convirtió de inmediato en la clave del espectáculo, él decidía la suerte de ese público al que tenía tomado por las solapas.

En medio de la música, Rubén pensó en sus papas abrumados por la mariguana, los problemas del país, el scratch en los discos de Chuck Berry, abrumados durante décadas sin hacer algo más que prepararse otro cafecito. Le dieron ganas de quemar las barbas de su papá y las camisas huicholes de su mamá, pero por el momento prefirió bailar abrazado a sus amigos, hundiéndose en las aguas de Police hasta que los músicos desaparecieron tras los amplificadores y el público volvió a salir a la superficie:

—¡Police, Police, Police! —la gente pedía más música. Rubén se unió al griterío con entusiasmo, seguro de que su momento de gloria había llegado: sobre una mesa, con esposas al cinto, los chavos de la escuela activa llamaron a la policía.

3 dic 2012

La señorita Brill

Katherine Mansfield



Miss Brill, 1920

Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja -no se sabía de dónde, tal vez del cielo-. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.

Aquella tarde había bastante gente paseando, bastante más que el domingo anterior. Y la orquesta sonaba más alegre y estruendosa. Había empezado la temporada. Y aunque la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había extraños no les importaba mucho cómo tocaban. ¿Y no iba el director con una levita nueva? Habría jurado que era nueva. Frotó los pies y levantó ambos brazos como un gallo a punto de cantar, y los músicos, sentados en el quiosco verde, hincharon los carrillos y atacaron la partitura.

Ahora hubo un fragmento de flauta -¡hermosísimo!-, como una cadenita de refulgentes notas. Estaba segura de que se repetiría. Y se repitió; la señorita Brill levantó la cabeza y sonrió.

Solo otras dos personas compartían su asiento «especial»: un anciano caballero con un abrigo de terciopelo, que apoyaba las manos en un enorme bastón tallado, y una robusta anciana, que se sentaba muy rígida, con un rollo de media sobre el delantal bordado. Pero no hablaban. Lo cual en cierto modo fue una desilusión, puesto que la señorita Brill siempre anhelaba un poco de conversación. Pensó que, en verdad, empezaba a tener bastante experiencia en escuchar haciendo ver que no escuchaba, en sentarse dentro de la vida de otra gente durante un instante, mientras los otros charlaban a su alrededor.

Miró de reojo a la pareja de ancianos. Quizá pronto se fuesen. El último domingo tampoco había resultado tan interesante como de costumbre. Un inglés con su esposa, él con un horripilante panamá y ella con botines. Y la mujer se había pasado todo el rato insistiendo en que debería llevar gafas; diciendo que notaba que las necesitaba; pero que de nada servía hacerse unas porque estaba segura de que se le iban a romper y de que no se le sujetarían bien. Y su marido se había mostrado tan paciente. Le había sugerido de todo: montura de oro, del tipo que se sujeta a las orejas, unas pequeñas almohadillas dentro del puente… Pero no, nada la satisfacía. «Seguro que siempre me resbalarían por la nariz.» La señorita Brill le habría propinado una buena azotaina con muchísimo gusto.

Los ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba, siempre había montones de gente a quien mirar. De un lado para otro, pasando frente a los arriates cuajados de flores, junto al templete de la orquesta, paseaban grupitos y parejas, se detenían a charlar, se saludaban, compraban un ramito de flores a un viejo pordiosero que tenía la canastilla colgada de la barandilla. Algunos niños corrían entre los grupos, empujándose y riendo; chiquillos con grandes lazos de seda blanca atados al cuello, y niñitas, muñequitas francesas, vestidas de terciopelo y puntillas. Y a veces algún pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven, regañándolo. Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún detalle curioso y divertido. Eran gente rara, silenciosa, en su mayoría ancianos y, por el modo como miraban, parecía que acabasen de salir de alguna habitacioncita oscura o incluso de… ¡de un armario!

Detrás del quiosco se levantaban esbeltos árboles de hojas amarillentas que pendían hacia el suelo, y al fondo se divisaba el horizonte del mar, y más arriba el cielo azul con nubes veteadas de oro.

¡Tum-tum-tum, ta-ta-tararí, pachín, pachum, ta-ti-tirirí, pim, pum!, tocaba la banda.

Dos jovencitas vestidas de rojo pasaron junto a ella y fueron a encontrarse con dos soldados de uniforme azul, y juntos rieron, se aparejaron, y siguieron del brazo. Dos mujeres rollizas, con ridículos sombreros de paja, cruzaron con toda seriedad tirando de sendos borriquillos de hermoso pelaje gris ahumado. Una monja lívida y fría pasó apresuradamente. Una hermosísima mujer perdió su ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen envenenadas. ¡Vaya por Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirar o no aquel gesto! Y ahora se reunieron exactamente delante de ella una toca de armiño y un caballero vestido de gris. El hombre era alto, envarado, muy digno, y ella llevaba la toca de armiño que había comprado cuando tenía el pelo rubio. Pero ahora todo, el pelo, el rostro, los ojos, era del color de aquel ajado armiño, y su mano, enfundada en un guante varias veces lavado, subió hasta tocarse los labios, y era una patita amarillenta. ¡Oh, estaba tan contenta de volver a verlo… estaba encantada! Había tenido el presentimiento de que iba a encontrarlo aquella tarde. Describió dónde había estado: un poco por todas partes, aquí y allí, y en el mar. Hacía un día maravilloso, ¿no le parecía? ¿Y no le parecía que quizá podían…? Pero él negó con la cabeza, encendió un cigarrillo, y soltó despacio una gran bocanada de humo al rostro de ella, y mientras la mujer continuaba hablando y riendo, apagó la cerilla y siguió caminando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió aún con mayor alegría. Pero incluso la banda pareció adivinar sus sentimientos y se puso a tocar con mayor dulzura, suavemente, mientras el tambor redoblaba repitiendo: «¡Qué bruto! ¡Qué bruto!». ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedería ahora? Pero mientras la señorita Brill se planteaba estas preguntas la toca de armiño se giró, levantó una mano, como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por aquel lado, y se dirigió hacia allí. Y la banda volvió a cambiar de música y se puso a tocar a un ritmo más vivo, mucho más alegre, y el anciano matrimonio sentado al lado de la señorita Brill se levantó y desapareció, y un viejo divertidísimo con largas patillas que avanzaba al compás de la música estuvo a punto de caer al tropezar con cuatro muchachas que venían cogidas del brazo.

¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando. Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación. ¡Qué raro que no se le hubiese ocurrido hasta entonces! Y, sin embargo, eso explicaba por qué tenía tanto interés en salir de casa siempre a la misma hora, todos los domingos, para no llegar tarde a la función, y también explicaba por qué tenía aquella sensación de rara timidez frente a sus alumnos de inglés, y no le gustaba contarles qué hacía durante las tardes de los domingos. ¡Ahora lo comprendía! La señorita Brill estuvo a punto de echarse a reír en alto. Iba al teatro. Pensó en aquel anciano caballero inválido a quien le leía en voz alta el periódico cuatro tardes por semana mientras él dormía apaciblemente en el jardín. Ya se había acostumbrado a ver su frágil cabeza descansando en el cojín de algodón, los ojos hundidos, la boca entreabierta y la nariz respingona. Si hubiese muerto habría tardado semanas en descubrirlo; y no le hubiera importado. ¡De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz…, usted es actriz, ¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».

La orquesta había hecho un intermedio, y ahora retomaba el programa. Las piezas que tocaban eran cálidas, soleadas, y, sin embargo, contenían un algo frío -¿qué podía ser?-; no, no era tristeza -algo que hacía que a una le entrasen ganas de cantar-. La melodía se elevaba más y más, brillaba la luz; y a la señorita Brill le pareció que dentro de unos instantes todos, toda la gente que se había congregado en el parque, se pondrían a cantar. Los jóvenes, los que reían mientras paseaban, empezarían primero, y luego les seguirían las voces de los hombres, resueltas y valientes. Y después ella, y los otros que ocupaban los bancos, también se sumarían con una especie de acompañamiento, con una leve melodía, algo que apenas se levantaría y volvería a dulcificarse, algo tan hermoso… emotivo… Los ojos de la señorita Brill se inundaron de lágrimas y contempló sonriente a los otros miembros de la compañía. «Sí, comprendemos, lo comprendemos», pensó, aunque no estaba segura de qué era lo que comprendían.

Precisamente en aquel instante un muchacho y una chica tomaron asiento en el lugar que había ocupado el anciano matrimonio. Iban espléndidamente vestidos; estaban enamorados. El héroe y la heroína, naturalmente, que acababan de bajar del yate del padre de él. Y mientras continuaba cantando aquella inaudible melodía, mientras continuaba con su arrobada sonrisa, la señorita Brill se dispuso a escuchar.

-No, ahora no -dijo la muchacha-. No, aquí no puedo.

-Pero ¿por qué? ¿No será por esa vieja estúpida que está sentada ahí? -preguntó el chico-. No sé para qué demonios viene aquí, si no la debe querer nadie. ¿Por qué no se quedará en su casa con esa cara de zoqueta?

-Lo más di… divertido es esa piel -rió la muchacha-. Parece una pescadilla frita.

-Bah, ¡déjala! -susurró el chico enojado-. Dime, ma petite chère…

-No, aquí no -dijo ella-. Todavía no.

Camino de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería. Era su extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era como volver a casa con un pequeño regalo -con una sorpresa-, con algo que habría podido dejar de estar allí perfectamente. Los domingos que le tocaba una almendra corría a su casa y ponía el agua a hervir precipitadamente.

Pero hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la tapa le pareció oír un ligero sollozo.

23 nov 2012

Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II

Charles Dickens



Tenía el grado de teniente en el ejército de Su Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.

Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.

Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.

Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.

No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.

Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.

Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo.

Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente, había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una alegre balada cuyas palabras apenas podía cecear.

Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarlo, cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta.

El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.

Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.

No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba como el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que observaran mi trabajo.

Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.

Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.

Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos.

Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.

Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y le pedí a los criados que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad de que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.

Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien, que no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí la idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté si suponía que... pero me detuve.

-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?

Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío.

Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían al niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.

-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.

¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.

-Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.

Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había entre ellos y yo.

Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.

-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.

-¡No han olido nada! -grité yo.

-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle.

-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos.

-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.

Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.

¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!

16 nov 2012

Un cuento para Violeta

Almudena Grandes



A veces, la vida es justa.

No ocurre con mucha frecuencia. De hecho, es más común que sea tercamente injusta, pero a veces pasa.

Las dos mujeres se conocieron hace mucho tiempo, mientras colaboraban en un proyecto común. No llegaron a ser exactamente compañeras de trabajo porque nunca vivieron en el mismo lugar y sólo se veían cuando una de ellas viajaba a la ciudad de la otra, pero mantuvieron una relación cordial, a partir de un momento determinado, casi cómplice.

Hace aproximadamente catorce años, las dos coincidieron frente a frente, en unas circunstancias especiales para ambas. Aquella tarde, la madrileña acababa de saber que estaba embarazada, y se encontraba en un estado de euforia característico que la impulsaba a contárselo a todo el mundo. La barcelonesa recibió la noticia con una intensa expresión de melancolía, tan extraña que terminó contando, ella también, una historia muy distinta.

Hacía poco que había decidido quedarse embarazada y creyó haberlo conseguido a la primera, porque a los treinta y cuatro años no podía imaginar otra cosa. Sin embargo, compró un test en la farmacia y no obtuvo resultado. Repitió la prueba y volvió a dar negativo. Se hizo un análisis clásico y, por tercera vez, le dijeron que no había embarazo. Cuando el ginecólogo le explicó que, en su caso, la ausencia de menstruación se debía a una rareza estadística denominada menopausia precoz, no pudo creerlo. Nadie habría podido. Tampoco su compañera madrileña, que aquella tarde vivió su embarazo casi como una culpa.

Pasó el tiempo y la madrileña no dejó de acordarse, casi a diario, de su compañera barcelonesa, hasta que tuvo una niña, pequeña, sana y sonrosada, y volvió a recordarla. Poco después, llegó una buena noticia. En Barcelona, una pareja estaba en lista de espera para adoptar una niña en Bulgaria. Cuando la niña de Madrid aún no andaba, una pequeña búlgara llegó a Cataluña para que las agridulces revelaciones de aquella tarde desembocaran en un plácido y tibio empate.

Las dos mujeres tenían una hija. La de Madrid era un poco mayor, la de Barcelona algo más pequeña, pero las dos lloraban, y daban malas noches, y hacían gracias, y tenían a sus madres con la baba caída. Parecía que esta historia había llegado a su fin, pero cuando quiere, Dios no sólo aprieta, también ahoga. Tanto que, a principios de 2002, cuando la niña de Madrid tenía cinco años, su madre conoció, a través de una amiga común, una tragedia que le puso el corazón en un puño.

En Barcelona ya no había ninguna niña. Aquella preciosidad había enfermado repentinamente con una fiebre altísima, súbita e incomprensible como una maldición. Sus padres se alarmaron, la llevaron corriendo a Urgencias, pero toda su prisa fue poca. La segunda terrible rareza estadística que les partió el corazón se llamaba meningitis. La madre barcelonesa tuvo que paladear la amargura de ver morir a su hija en sus brazos, mientras atravesaba la puerta de un hospital.

Es difícil describir el anonadamiento que semejante tragedia sembró en el espíritu de la madre madrileña, incapaz de asumir la cantidad de desgracia, de injusticia, de mala suerte, que se había cebado en aquella chica tan valiente, tan digna de un destino apacible, una suerte mejor. Cuando volvió a verla, le resultó aún más difícil contárselo, decirle cómo le dolía, lo cerca que se había sentido de ella, estando tan lejos, durante tanto tiempo. Pero la muerte, que siempre es atroz, y siempre injusta, es también, por definición, irremediable. Siguió pasando el tiempo, el proyecto en el que las dos habían coincidido terminó, y en Madrid, una mujer vio crecer a su hija mientras viajaba con frecuencia a Barcelona, para coincidir de vez en cuando con otra mujer con la que no volvió a hablar nunca más de madres, ni de hijas, ni de suerte, ni de desgracia. Hasta hace quince días.

Porque hace quince días, las dos volvieron a encontrarse, y comenzó un nuevo capítulo de esta historia...

-No sé si te han contado que tengo otra hija… -comentó la barcelonesa, con una sonrisa tan ancha como si las dos hubieran vuelto a tener treinta años.

Porque, a veces, la vida es justa. Pasa poco, pero a veces pasa. Hay que sembrar la suerte, eso sí, buscarla con arrojo, con coraje, con la determinación con la que ella había vuelto a rellenar papeles y más papeles, hasta que un formulario terminó en Kazajistán, una remota república ex soviética de Asia Central, donde la estaba esperando un bebé, otra niña, que llegó a Barcelona con diez meses, y cumplió un año, y dos, y tres, y así hasta los seis que está a punto de celebrar un día de estos.

La madre madrileña escuchó la noticia con una emoción que la paralizó en medio de un pasillo, porque no era sólo alegría. Era una alegría químicamente pura, completa, total, sin fisuras de ninguna clase. La alegría por definición.

La niña se llama Violeta, es una monada y, lo que son las cosas, se parece un montón a su madre.

15 nov 2012

Jorge F. Hernández
Tomado del libro: Un montón de piedras .



Nadie lo sabe, pero la vecina del tercer piso está perdidamente enamorada de mí. Desde que me mudé a mi departamento del primero izquierda, la observo desde el balcón cuando llega de dejar a las niñas en el colegio y cuando sale a media mañana para comprar sus mandados. Sé por el buzón que se llama Gertrudis, pero para mí es Ángela y juro que no me acuerdo del nombre ni apellido de su ingenuo e inepto marido. De hecho, ni lo conozco. Jamás visto.

Ángela es un sueño con el que despierto todos los días. La miro desde el balcón con el primer café de la mañana y celebro –un día sí y otro también– que vuelva de despedir a sus hijas con el propósito hasta ahora inquebrantable de no mirarme. Yo sé que no voltea para mi balcón porque lo suyo es la discreción, el total hermetismo ante los demás vecinos y el mundo entero, pues nadie lo sabe ni sospecha, pero está claro que Ángela vive perdidamente enamorada de mí, sin que le tenga yo que enviar cartitas de amor en correspondencia a su infatuación, sin que podamos amarnos libremente y a pierna suelta hasta las horas de las comidas, sin que sepa –incluso– en dónde vivo y quien soy, porque ella me ama enloquecidamente sin que sepa, además, que yo lo supe desde le día en que me mudé a mi departamento del primero izquierda, con el balcón a la calle, para poder mirarla... y nada más.

8 nov 2012

El hombre de plata

Isabel Allende



El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la «Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.

La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como ganado despavorido, y la «Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el camino de regreso.

Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.

—Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pesca el agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da miedo, Mariposa —decía Juancho, apurando el tranco con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.

La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.

—¿Qué te pasa? —le decía Juancho—. No te pongas a aullar, perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar...

A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.

—¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay... ¡Tengo miedo, Mariposa!

El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.

Temblando de miedo, pero apurado en vista que la noche se venía encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió trotando detrás.

Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del potrero grande, lo vieron.

Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo, perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de la extraña máquina.

El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan misterioso, sin comprender lo que veían.

El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto a la copa de la encina.

Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina. La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como borracho.

En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.

Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.

Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera recordando.

—Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu amigo...

Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra en vilo.

—Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte solamente...

Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.

—Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu amigo...

Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.

Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a través de las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.

Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.

—Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo...

Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de luz.

—Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan Soto —dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se encontraba.

El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y minúsculas pantallas.

—Este es un platillo volador de verdad —dijo Juancho, mirando a su alrededor.

—Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres nos conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos... —decía silenciosamente el Hombre de Plata.

—Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la Mariposa —dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de curiosidad.

—No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje... Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo pueda conocerte...

Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.

El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.

—¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador —miró a su alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras. La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió a potrero abierto hasta su casa.

—¡Cabro de moledera! ¡Adónde te habías metido! —gritó su madre cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!

—Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el aire, sin alas...

—Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay que madrugar —dijo el padre.

Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.

—Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande —dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.

El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre la tierra blanda.

Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo, escarbando la tierra con un palo.

—¿Qué buscas? —preguntó su padre.

—Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.

El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.

25 oct 2012

La confesión de un crimen

William Faulkner



En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once a doce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran de una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia: en Madrid esto última no tiene nada de extraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas para sí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una competencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó la atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observando mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como no tenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerqué cuanto pude a fin de averiguarlo.

La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo: la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me acerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primera exclamando en voz baja y con acento melancólico:

—¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!

—¿Por qué?—repuso la segunda.—De todos modos algún día os habíais de encontrar.

La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato. Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?

—¿Qué?

—Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el genio vivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quité de ser la mamá?… Ya ves que le pasó en seguida…

—Sí, pero esto es muy distinto.

—Ya lo sé que es distinto… pero debes decírselo.

—¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa… de seguro no me vuelve a decir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.

—¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?… ¡Hay niñas más mal intencionadas!… Elvira lo sabe ya… no sé quién se lo ha dicho…

Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo de Asunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchando consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo incoherente, pero con resolución.

El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sino de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantó furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamar a Luisa:

—¡Calla… calla… me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció la cabeza vivamente.

—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha y Eugenia… Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano… ¡No te pongas así, niña!… No te asustes… verás, yo lo voy a arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser la causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas y echó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyo rumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas la saludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva la enlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observé que Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y que Asunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sin embargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, y llegándose a Lola, le dijo:

—Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente tocándole la cara:

—¿Qué tienes que decirme, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha viveza para que le contase lo que la ponía tan triste.

—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—después que te lo diga ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca.

—No, no me querrás… Dame un beso ahora… Después que te lo diga, no me darás ningún otro…

Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.

—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito… Yo sé que has tenido una convulsión por haber visto la caja… A mí no me han dejado ir a tu casa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pasé llorando… Luisa te lo puede decir… Lloraba porque Pepito y yo éramos novios… ¿no lo sabías?

—¡No!

—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la dio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la dio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me había visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisa le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí,» y a la otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o en la mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía a decirme nada… A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada… y él también… Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me seguía hasta casa…

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía, le preguntó:

—Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte más besos y todas aquellas cosas? Al contrario, ahora te quiero más… mira como te quiero.

Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.

—Espera, espera… no me beses… ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

—Sí.

—Pues esa mojadura, Lola… la cogió por causa mía… Sí, la cogió por causa mía… Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue a esperarme al colegio… Le vi por los cristales metido en un portal… en el portal de enfrente… no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapé perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para ella… Pepito nos siguió a descubierto. Llovía atrozmente… y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir mojándose hasta casa… Pero no fue por gusto mío, Lola… por Dios, no lo creas… fue que me daba vergüenza…

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en la garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.

En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas se esforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable. Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga y procurando calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo, que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío. Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio, enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa, era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con súplicas ardientes.

Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón de la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, la echó los brazos al cuello diciendo:

—No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una sola dejó de verter lágrimas.

—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad las lágrimas y vamos a pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista.

19 oct 2012

Las flores del argelino

Marguerite Duras



Es domingo por la mañana, las diez, en el cruce de las calles Jacob y Bonaparte, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace diez días.

Un joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce. Tiene veinte años, viste muy miserablemente, y empuja una carretilla llena de flores: es un joven argelino, que vende flores a escondidas, como vive. Avanza hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene allí, aunque bastante inquieto.

Tiene razón. No hace aún diez minutos que está allí –no ha tenido tiempo de vender ni un solo ramo– cuando dos señores “de civil” se le acercan. Vienen de la calle Bonaparte. Van a la caza. Nariz al viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia su presa.

¿Papeles?

No tiene papeles de autorización para entregarse al comercio de flores.

Así, pues, uno de los dos señores se acerca a la carretilla, desliza debajo su puño cerrado y -¡eh!, ¡qué fuerte es!- de un solo puñetazo vuelca todo el contenido. El cruce se inunda de las primeras flores de la primavera (argelina).

Ni Eisenstein, ni nadie están ahí, para captar la imagen de las flores por el suelo, que mira el joven argelino de veinte años, escoltado a uno y otro lado por los representantes del orden francés. Los primeros coches que transitan por allí, y esto no puede impedirse, evitan destrozar las flores, esquivándolas instintivamente mediante un rodeo.

Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, una sola:

– ¡Bravo!, señores –exclama–. Ven ustedes, si se hiciera eso cada vez, nos libraríamos pronto de esta chusma. ¡Bravo!

Pero viene del mercado otra mujer, que iba tras ella. Mira, tanto las flores como al joven criminal que las vendía, y a la mujer jubilada, y a los dos señores. Y sin decir palabra, se inclina, recoge unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de ella, llega otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro mujeres, se inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre en silencio. Aquellos señores patalean.

Pero, ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se puede impedir que se quiera comprarlas.

Apenas han pasado diez minutos. No queda ni una sola flor por el suelo.

Después de esto, los citados señores pudieron llevarse al joven argelino al puesto de policía.

11 oct 2012

El origen del mal


León Tolstoi



En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿Habrá comido?", nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?" Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.

4 oct 2012

Cuento del joven marinero

Isak Dinesen 
(Karen Blixen)



El bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.

Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.

Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de la casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí.»

Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia, siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él, empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.

Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre, y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio un cachete; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.

Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste permanecía quieto en sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió, y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón.»

Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.

A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos —salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves—, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.

Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del Universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.

Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.

Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.

—¿A quién esperas? —preguntó Simón, por decir algo.

La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:

—Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente —dijo.

Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.

—A lo mejor soy yo —dijo él.

—¡Ja, ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.

—¿Cómo es eso? —dijo Simón—; pues tú no eres tan mayor.

La niña negó con la cabeza solemnemente.

—No —dijo—; pero cuando lo sea, seré guapísima; y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.

—¿Quieres una naranja? —preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.

—Están muy buenas —dijo él.

—Entonces, ¿por qué no te la comes tú? —preguntó ella.

—Yo he comido muchas ya —dijo él—, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Me llamo Simón —dijo él—. ¿Y tú?

—Yo, Nora —dijo ella—. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?

Cuando oyó su nombre en la boca de ella, Simón se volvió audaz.

—¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? —preguntó.

Nora le miró seria un momento.

—Sí —dijo—; no me importa darte un beso.

Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.

—Es mi padre —dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió—. Pues vuelve mañana —dijo ella—; entonces te daré el beso —y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.

Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.

La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta conBalthazar, el perro del barco, y practicar con una concertina que se había comprado hacía algún tiempo. El pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto del cielo.

El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir, ya que los demás se habían llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó: «Estos creen que voy al pueblo en busca de mujeres. Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.

Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.

Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.

No recordaba el camino a casa de Nora, se perdió, y volvió adonde había empezado. Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento, y descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.

—¡Bueno, bueno! —exclamó desbordante de alegría—; al fin te he encontrado, mi pequeño pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque había perdido a su amigo.

—Suéltame, Iván —exclamó Simón.

—Ah, ah —dijo Iván—; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.

—¡Suéltame —exclamó Simón—, que tengo prisa!

Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra mano.

—Lo siento, lo siento —decía—. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la recordarás cuando seas abuelito.

De repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.

—Te mataré, Iván —gritó—, si no me sueltas.

—¡Bah, después me lo agradecerás! —dijo Iván, y empezó a cantar.

Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón.

Casi instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después cayó de rodillas.

—Pobre Iván, pobre Iván —gimió.

Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.

Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.

Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de él, cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.

—Buenas noches, Simón —dijo ella con su vocecita acariciadora—. Hace rato que te estoy esperando —y tras una pausa añadió—: Me he comido la naranja.

—¡Ah, Nora! —exclamó el muchacho—. He matado a un hombre.

Nora se le quedó mirando, pero no se movió.

—¿Por qué has matado a un hombre? —preguntó al cabo de un rato.

—Para llegar aquí —dijo Simón—. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo —lentamente, Simón se puso en pie—. ¡Me quería! —exclamó; y entonces estalló en lágrimas—. Sí —dijo despacio, pensativo—. Sí, porque tú estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme? —preguntó—. Porque me buscarán.

—No —dijo Nora—; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.

—Entonces —dijo Simón—, dame algo para limpiarme las manos.

—¿Qué tienes en las manos? —preguntó ella, y dio un pasito adelante.

Él extendió las manos.

—¿Es tuya esa sangre? —preguntó ella.

—No —dijo Simón—, es del hombre muerto.

Nora retrocedió un paso otra vez.

—¿Me odias ahora? —preguntó él.

—No, no te odio —dijo ella—. Pero ponte las manos en la espalda.

Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna, sobre la suya; y cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.

—Ahora —dijo lenta, orgullosamente— te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.

El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se las hubiese atado así.

—Y ahora corre —dijo ella—, porque se acercan.

Se miraron los dos al mismo tiempo.

—No lo olvides, Nora —dijo. Se volvió y echó a correr.

Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres, pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a morir, como van a morir todos los hombres.

Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la conocían y que le temían un poco, aunque algunos se reían; el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.

Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el codo.

—Vente a casa conmigo —dijo—. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar más alto.

Simón retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia, y Simón la siguió sin rechistar.

—No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva —le gritó uno de los presentes—. No ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.

En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.

Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.

—Límpiate las manos en mi falda —dijo.

No habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se había vuelto brumosa, había un amplio halo alrededor de la luna.

La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera de los lapones. Le ajustó un gorro de tapón y retrocedió para mirarle.

—Ahora siéntate en mi taburete —dijo—. Pero primero saca la navaja.

Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, y detenerse delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento y volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.

—No —dijo el muchacho, y se levantó—. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor para usted que me deje salir.

—Dame tu navaja —dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó que goteara sobre su falda—. Bueno, entrad —gritó.

Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos, y se quedaron de pie en el vano; había más gente fuera.

—¿Ha venido aquí alguien? —preguntaron—. Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?

La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz de la lámpara.

—¿Que si he oído o visto a alguien? —exclamó—. Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.

Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa furiosa.

Entró el ruso, miró por la habitación, la observó a ella, y reparó en su mano y su falda manchadas de sangre.

—No nos eches ninguna maldición, Sunniva —dijo tímidamente—. Sabemos que puedes hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has derramado.

Ella extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva la escupió.

—Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros —dijo, y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.

El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy alto, con escasa sujeción.

—¿Por qué me has ayudado? —le preguntó.

—¿No lo sabes? —contestó ella—. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, elCharlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de África, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman minarete.

Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.

—Nosotras no olvidamos —dijo—. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.

Se acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la frente.

—Así que eres mi muchacho —dijo—, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan cuando te miren; y les gustes por eso.

Jugó con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en el dedo.

—Ahora escucha, pajarillo mío —dijo ella—. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva —sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió—. Aquí tienes tu navaja —dijo—. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.

El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.

—Espera —dijo ella—; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.

Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.

—Ahora has bebido con Sunniva —dijo—; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.

Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja para despedirse.

Ella le miró fijamente a los ojos.

—Nosotras no olvidamos —dijo—. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil; así que te lo devolveré —y a continuación le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas—. Ahora estamos en paz —dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió para contarlo.

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