27 may 2012

Conejos Blancos


Leonora Carrington

Tomado de la recopilación: Cuentos Inolvidables según Julio Cortazar




Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada con sudor.La luz nunca era muy fuerte en Pest Pret. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

−¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? −me gritó.

−¿Un poco de qué? −grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

−De carne en mal estado. Carne en descomposición.

−En este momento, no −contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

−¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

−¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? −murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

−Es usted muy amable −prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente−. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

−Tenemos visita muy pocas veces −sonrió la mujer−. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautelosamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

−¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! −canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

−Una acaba encariñándose con ellos −prosiguió la mujer−. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

−Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

−Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

−¿Ethel? −preguntó con voz bastante débil−. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

−Vamos, Laz; no empecemos −su voz era quejumbrosa−. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

−Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? −de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

−Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

−¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.


18 may 2012

Colas de Manhattan


Woody Allen



Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.

«¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo.

«Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta.

«¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas.

«Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras».

«¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?».

«El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa».

A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor.

En ese momento, entró en el restaurante y se sentó en una mesa cercana nada más y nada menos que Bernie Madoff. Si Moscowitz se había sentido amargado e irritado con antelación, ahora jadeaba mientras su cola batía el agua con igual fuerza que el motor de un yate Evinrude.

«No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas».

«No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M.

Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema.

«Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—».

«Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio».

«Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola».

En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque.

«¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?».

Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas.

«¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!».

Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental.

Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.

6 may 2012

El niño que se fue con las hadas


Sheridan Le Fanu



Hacia el este de la vieja ciudad de Limerick se atraviesa por la ladera un sendero muy viejo y estrecho en un territorio abandonado.

Un escaso pastizal en el cual se ojean algunas ovejas dispersas bordea tan solitario camino durante algunas millas, y al abrigo de un montículo estaba, hace no muchos años, la pequeña cabaña cubierta de paja de una viuda llamada Mary Ryan.

Pobre era esta viuda en el país de la pobreza.

Rodeando la cabaña, doce fresnos de monte repeledores de brujas, y en los deteriorados tablones de la puerta clavadas dos herraduras. Sobre el dintel y a lo largo de toda la techumbre de paja crece en abundancia un antiguo remedio protector contra las maquinaciones del mal.

Descendiendo por el umbral, y cuando los ojos se han acostumbrado lo suficiente al claroscuro del interior, se puede descubrir -colgando de la cabecera de la cama - un rosario y un frasquito de agua bendita. Obviamente hay aquí todo tipo de defensas contra la intrusión de malévolas energías sobrenaturales cuya vecindad esta solitaria familia recordaba constantemente al ver el perfil de Lisnavoura, la solitaria colina encantada de la "buena gente" -como eufemísticamente llamaban a las hadas.

Fue durante la caída de la hoja.

La otoñal puesta de sol arrojaba la alargada sombra de la encantada Lisnavoura hasta llegar ante la pequeña y solitaria cabaña. Los tres hijos pequeños de la viuda jugaban en el sendero.

El pequeño Bill de unos cinco años, de pelo dorado y enormes ojos azules, era un niño muy guapo, con todo el aspecto de una infancia saludable y esa mirada atenta, de seriedad y sencillez, que no tienen los niños de la ciudad de su misma edad. Bajo los viejos fresnos y a la luz de una puesta de sol de octubre, jugaban animosos, gritando y mirando con sus caritas hacia el oeste, a la apartada colina de Lisnavoura.

De repente una especie de graznido los llamó desde atrás ordenándoles salir del camino, y darse la vuelta vieron lo nunca visto. Era un carro tirado por cuatro caballos que golpeaban con las patas y resoplaban impacientes como si apenas los sujetaran. Los niños casi estaban bajo sus patas.

El carruaje de anticuada decoración con blasones, se acercaba. El arnés y las bridas escarlata estaban ribeteados en oro. Los caballos eran enormes y blancos como la nieve con gran pelambrera que agitaban y sacudían en el aire y que parecía fluir y flotar unas veces más larga, otras veces más corta. Y sus colas, largas como el humo, engalanadas con lazos escarlata rematados de oro.

Todos los criados eran diminutos y absurdamente desproporcionados con respecto a los caballos y al equipaje que llevaban sujeto, su aspecto cetrino y aquellos ojos inquietos potenciaban unas caras tan astutas y malévolas que hicieron estremecerse a los niños.

El diminuto y ceñudo cochero enseñó sus colmillos, y sus brillantes ojillos temblaron con furia en sus órbitas mientras agitaba en redondo su látigo de un lado a otro por encima de sus cabezas, asemejándose a una línea de fuego al atardecer.

-¡Detened a la princesa en el camino!- gritó desgarrador mirando por encima del hombro a los niños y rechinando los colmillos.

Una señora hermosa y "de majestuoso aspecto " les sonreía desde dentro.

-El niño del cabello dorado, el del pelo de oro, ¿verdad?... -dijo la señora.

La parte frontal del carruaje era prácticamente de cristal, de modo que los niños pudieron ver dentro a otra mujer que no les gustó.

Era una mujer negra con un cuello increíblemente largo del que colgaban infinidad de collares con grandes cuentas de colores. Tenía una cara demacrada como de muerta y se le marcaban los pómulos. Los ojos estaban desorbitados, y en ellos el blanco, al igual que el de su afilada hilera de dientes, hacían enorme contraste con su piel.

Mientras miraba por encima del hombro de la hermosa señora le susurró algo al oído.

- Sí; el muchacho con los cabellos de oro... - repitió la señora.

Billy, que la miraba, le devolvió cariñosamente la sonrisa y cuando ella descendió para abrazarlo él le alargó sus manitas.

Los otros niños habrían estado encantados de cambiarle el puesto a su hermano, "el favorito". Sólo había una cosa que les asustaba y era aquella mujer negra. Acercaba a sus labios un rico pañuelo de seda que llevaba entre los dedos y parecía metérselo, doblez tras doblez, en su espaciosa boca. Al principio pensaron que era para sofocar una risa que debía ser compulsiva ya que la hacía sacudirse y temblar sin cesar, sin embargo no había ni rastro de alegría en su cara, al contrario, sus ojos seguían desorbitados y parecían volverse poco a poco más coléricos.

Sin embargo la señora era tan hermosa...

Sonriéndoles les ofreció una gran y rojiza manzana que dejó caer en el camino mientras el carruaje comenzaba a moverse ; ésta rodó bajo las ruedas y ellos la siguieron tratando de recogerla, y entonces ella dejó caer otra y otra y otra más hasta que lograron recoger una, dándose cuenta entonces de lo lejos que se habían ido. Allí los cascos de los caballos y las ruedas del carro levantaron un polvo maravilloso, que se arremolinó formando una elevada columna que envolvió a los niños en un instante y se fue girando camino de Lisnavoura.

La señora y su hermanito habían desparecido.

Molly Ryan jamás volvió a ver a su hijo. Sin embargo sus hermanitos sí pudieron ver al niño perdido.

A veces cuando su madre estaba fuera recolectando heno, veían la bonita cara del pequeño mirando furtiva y maliciosamente desde la puerta sonriendo en silencio, pero cuando se acercaban a abrazarlo ya se había ido.

Estas visitas fueron más o menos frecuentes pero al cabo de ocho meses cesaron por completo.

Una madrugada de invierno, casi un año y medio después, la hermanita vio entrar en casa al pequeño Billy y cerrar suavemente la puerta tras él. Había luz suficiente como para ver que iba descalzo y harapiento, que estaba pálido y parecía hambriento. Dirigiéndose hacia el fuego y se acurrucó sobre las ascuas frotando sus manos. Parecía temblar mientras extendía sus manos sobre las brasas. De pronto se giró y miró hacia la cama o eso le pareció a ella, que, aterrorizada , vio el fulgor de las ascuas reflejadas en su escuálida mejilla mientras él, irreconocible, la miraba . En silencio, se levantó y se fue de puntillas rápidamente hacia la puerta, saliendo tan sigilosamente como había entrado.

Después de aquello el niño no volvió a ser visto más.

Algo blanco y sutil como un espectro apareció durante un claro de luna en los últimos años ante la estupefacta mirada de su hermanito que volvía de la feria del mercado.

Santiguándose, dedicó una oración por el hermano que había perdido hacía tanto y que nunca más volvió a ver.

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