27 ago 2012

Alta traición


Sabina Berman



Este joven llamado Ángel (y ésta no intenta ser una metáfora, puesto que Ángel se llamaba el joven), solía pasearse por el contorno ovalado de un parque de jacarandás y palmeras gigantes llamado México (y éste tampoco es un intento de alegoría, puesto que el parque aún así se llama), con pasos pensativos, los rulos negros cayéndole en el rostro, en un abrigo de fieltro negro, dos tallas demasiado grande, y con un libro en la mano, de poesía, claro.

Se sentaba en una banca y leía un poema de poco en poco, aquilatando en su inteligencia cada frase, cada palabra, cada coma, cada espacio en blanco.

Y luego sonreía, como si fuera feliz. Y lo era.

Una tarde, sentados a la mesa del comedor, el padre de Ángel le dijo a la madre de Ángel:

—Tal vez exageramos en la adoración al llamarle a nuestro hijo Ángel.

—No exageramos —dijo la madre—. Es nuestro único hijo, pásame la azúcar.

Le pasó la azucarera y observó a su señora servirse tres cucharadas copeteadas de azúcar en el café con leche.

—Sí, exageramos —concluyó el padre—. Y ahora mira cómo ha resultado el muchacho.

—¿Cómo ha resultado? —preguntó, curiosa, la madre.

—Un maricón —murmuró rápido el padre, y la palabra le dolió en el corazón.

El padre fue al médico, no a preguntar sobre su corazón dolido, sino a preguntar cómo podía saber si su hijo era o no un maricón biológico.

El viejo y astuto médico respondió:

—Ángel no es nada aún, es un púber, con unos pelitos en el lugar del bigote. Es una barra de barro en espera de una impronta: de una forma que le dé sentido.

—Seré preciso —advirtió el viejo doctor, de un lado del escritorio. Y el padre, sentado del otro lado, aguzó el oído.

—Ángel necesita realidad. Ángel necesita a una mujer desnuda. Y seré ahora aún más preciso. Antes de que le suceda nada por azar en ese parque, Ángel necesita introducir su pene en el agujero vaginal entre las piernas de una mujer desnuda.

Esa tarde el padre llegó a la casa y vio que su hijo Ángel, en mangas de una camisa blanca, a la mesa vestida de mantel blanco del comedor, tomaba del frutero de plata con una mano una ciruela y con la otra mano un chabacano y los ponía en el mantel blanco, lado a lado, y los miraba, a la ciruela, roja, y al chabacano, naranja, detenidamente.

Enervado, el padre le ordenó:

—Levántate, nos vamos.

—¿Cuándo? —preguntó Ángel girando la cabeza llena de rulos.

—Ahora mismo.

Y de inmediato llevó a Ángel a una casa de citas.

En el espantoso vestíbulo de entrada, de muebles forrados de terciopelo rojo y barato, Ángel pudo elegir entre seis mujeres voluptuosas de pestañas falsas y una niña, o casi, flaca y de rostro lavado.

Previsiblemente eligió a la casi niña.

Su padre lo llevó a una esquina del vestíbulo, le metió en la bolsa del abrigo negro un rollo de billetes y le dijo, en secreto:

—Para que pagues en persona, como todo hombre que se respeta le paga a su puta.

Subieron pues al dormitorio los dos púberes, la casi niña primero y luego Ángel, que subió mirando sus zapatos subir por los peldaños.

Él se sentó en una silla, junto a una mesa, y la casi niña se plantó ante él para hacer su trabajo. Se desvistió de a poco a poco, primero el vestido, luego el portabustos, luego las medias, luego la delgada braga.

Y como Ángel, que la observaba, no sentía mucho, de hecho sentía nada, sacó de una bolsa interior de su abrigo un libro, y lo abrió.

La casi niña, confundida, lo pensó un rato antes de preguntarle qué demonios leía.

—Alta traición, de José Emilio Pacheco —dijo Ángel.

—Ah —dijo ella, como si eso le dijera algo.

Y Ángel volvió a leer el poema, ahora en voz alta.

Y la casi niña juntó las manecitas y dijo:

—¡Qué coincidencia! Ese poema lo pude haber escrito yo.

Eso sentía ella de su país. Eso sentía de la vida.

—Además —dijo— me hizo sentir, ¿cómo decirlo?, me hizo de verdad sentir.

—Léeme otro —pidió la casi niña.

Y se sentó del otro lado de la mesa, desnuda y muy interesada.

Y él le leyó otro poema a la casi niña.

Y otro más.

Y ella preguntó por el significado de algunas palabras.

Y él leyó otro poema más.

Y entonces sonó el teléfono. Era la madama.

La madama le ordenó a la casi niña que despachara al cliente porque otro subiría en 10 minutos.

La casi niña le pidió a Ángel que se fuera, Ángel cerró su libro, y entonces ella, pensándolo aprisa, le ofreció un trato.

—No me pagues todo —propuso—. Págame nada más la mitad. Creo que es lo justo.

Ángel dividió a la mitad el fajo de billetes y le dio una mitad, luego fue a una librería y con la otra mitad se compró otro libro, de poesía, claro.

Las obras completas de Jorge Luis Borges. Un volumen grueso, verde y oneroso.

Por la noche el padre de Ángel llamó por teléfono a la casa de citas y pidió hablar con la casi niña, y le preguntó sin preámbulos si su hijo había tenido o no una erección.

—Su hijo es un toro —dijo la casi niña.

—¿De veras? —dijo el padre.

—Su hijo tiene una verga del tamaño de un toro —le confirmó la casi niña.

—¿De veras? —insistió el padre.

—Señor, ¿cómo se lo explico? Le juro que su hijo es una pesadilla, porque coge y coge y coge, y no se cansa de coger, como si fuera un toro, cabroncísimo.

Al otro día, a la mesa del desayuno, el padre, muy sonriente, le preguntó algo a Ángel, con discreción, porque la madre estaba presente.

—Ángel, ¿con que como un toro?

Ángel parpadeó sin entender, lo que angustió al padre, que juzgó el parpadeo un acto afeminado.

—Escúchame, Ángel —insistió el padre en el asunto—, ¿quieres repetir la, ya sabes, la faena?

—Me gustaría mucho —dijo Ángel por fin comprendiendo—. Me gustaría repetirla cada semana, si es posible.

El padre terminó feliz su jugo de naranja y la madre, feliz, se llevó el vaso vacío al fregadero de la cocina.

Así, cada semana el padre le dio un fajo de billetes a su hijo. Y cada semana Ángel leyó poesía en el cuarto de la casi niña. Y la casi niña soñó por unas semanas estudiar en la universidad nacional la carrera de filosofía y letras. Y Ángel fue acumulando libros para una biblioteca íntima de poesía que con los años abarcaría seis mil ejemplares, en español unos, en inglés otros, en francés los menos.

En cuanto a la pregunta de si Ángel sería o no heterosexual, la vida la disipó mucho antes.

Todavía joven, pero ya con un bigote rudo, una tarde Ángel caminaba por el contorno ovalado del Parque México, en su abrigo de fieltro negro y con un libro en la mano, de poesía, claro, cuando se tropezó con un perro labrador, cuya dueña, una ingeniera mecánico eléctrica, de pelo corto y modales firmes, vaqueros gastados y camiseta negra, se lo llevó a charlar en un café del mismo parque y una hora después se lo llevó al piso donde vivía sola, es decir: sola y con el perro labrador.

Encerró al labrador en la terraza y volvió a la sala.

Ahí, ante Ángel, sentado a una silla a un lado de una mesa, la ingeniera se desvistió en tres movimientos gimnásticos. Se sacó para arriba la camiseta negra, se sacó por abajo los vaqueros gastados y de una patada los lanzó hasta un perchero.

Y como Ángel se había petrificado viendo aparecer la desnudez de ella, ella luego desvistió a Ángel.

Bueno, cogieron como venados. De pie. Doblados uno sobre otro. Él encaramado sobre las nalgas de ella, temblorosos los dos, él metiéndole y sacándole la verga dura y sobándole los senos pequeños con las manos, hasta eyacular y caer al piso como un joven guerrero herido.

(O para decirlo en un registro no épico, sino de nuevo zoológico y más honesto: Ángel le soltó los pequeños senos y cayó al suelo como cae al suelo un venado exhausto, luego de haber eyaculado.)

Se casaron. Tienen un hijo. Le llamaron Pedro.

Gracias a la firmeza de su esposa, Ángel dejó de titubear entre estudiar cine o estudiar lingüística, y finalmente estudió física cuántica. Es investigador emérito de un centro de estudios de partículas subatómicas y sutilísimas.

Por lo demás, la ingeniera mecánico eléctrica padece de celos de una prostituta cara que da cita en una elegante casona al borde del Parque México.

—Que ahí voy a leer poesía —se defiende, furioso, Ángel, y se va a zancadas a su biblioteca y cierra de un golpazo la puerta.

La puerta que ella reabre para gritar:

—Cuéntaselo a tu madre. Ella es la idiota, no yo.

Pero tal vez sí es un poco idiota la ingeniera, por lo menos en lo que se refiere al amplio abanico que puede desplegar el deseo erótico.

Esto es lo que pasa cada lunes. En un cuarto de paredes blancas y cortinas blancas y tapete blanco, con una cama siempre tendida con sábanas de lino egipcio, blancas, sentado a una mesa en cuyo otro borde también se sienta su amiga, Ángel lee, mientras la tarde se vuelve noche, pausando entre una oración y otra, a veces entre una palabra y la siguiente, poesía.

Los pies desnudos de él en un taburete, donde se mezclan con los pies desnudos de ella.

Y nada más eso hacen, él y ella (leer poesía), pero tampoco nada menos.

18 ago 2012

68 veces cobarde


Manuel Yáñez



El sol era una bola de fuego, agobiante y omnipresente. Los dedos largos, finos y ultrasensibles de Wild Bill Haycox alcanzaron la cantimplora. Antes de beber se desabrochó la pequeña corbata que montaba sobre los dos botones de su camisa de algodón, antaño siempre almidonada e impecable pero en aquel momento sucia de polvo y sudor. Levantó la cabeza, cerró los ojos y espantó un mal recuerdo. El agua produjo una tentación de náusea en su garganta acostumbrada al mejor whisky, y sólo consumió la suficiente para eliminar la sequedad de los labios. Mientras, el caballo avanzaba al trote, con los belfos manchados de espuma y todo el negro cuerpo abrillantado por el calor tórrido del desierto.



Jinete y montura ya no componían la estampa del arrogante centauro a cuyo paso las gentes de paz corrían a esconderse en los rincones más seguros de sus casas, a la vez que los indeseables asomaban sus rostros de buitres y sus risas de hienas para demostrar el servilismo que les unía al pistolero, cuyos colts del 38, especialmente ajustados a las habilidades de su propietario, habían dado muerte a 68 personas.



En aquel territorio todo carecía de pedestal humano, debido a que el polvo, la temperatura y un océano de tierra y rocas peladas sólo admitían la lucha más desesperada por la supervivencia. Por eso el pistolero de cuarenta y nueve años llevaba un mapa, una brújula y las suficientes provisiones. Sin embargo, sus ojos de halcón mostraban unas bolsas que evidenciaban la falta de descanso físico y mental, el rostro tallado con escoplo adquiría una superior perversidad debido a una barba de tres días y la línea de la boca, blanquecina y apretada, no necesitaba convertir el palabras al anuncio del veneno que encerraba.



Buscó alguna zona de sombras en el terreno pedregoso por el que iba a adentrarse. Tiró de las riendas con crueldad, para arrancar a su caballo de una imposible somnolencia y llegó a donde quería en una rápida cabalgada. Luego, saltó al suelo, sujetó a la bestia en una pared rocosa, cogió las alforjas y marchó en busca de su descanso. Pero fue incapaz de dormir y de liar un cigarrillo. Debió convencerse de que no ejercía ningún dominio sobre su cerebro. Hacía tiempo que le temblaban los nervios igual que a un alcoholizado.



Se mordió los labios, cerró los puños hasta clavarse las uñas en las palmas, estiró las piernas y se dijo que él era un hombre de temple acerado. De pronto, como repuesta, su mente quedó inundada por una sonrisa delgada, cínica y desafiadoramente juvenil, a la vez que ensordecía sus oídos el recuerdo de una grito:



«¡El viernes, a las doce y treinta, te espero en la calle principal de Canyoun River! ¡Viejo, procura entrenar tus dedos y engrasar esos colts del 38, porque yo, Sam Ballard, me he propuesto heredar tu negra fama!»



Antes, más de 30 hombres de todas las edades habían pretendido lo mismo. Pero aquel coyote tejano era distinto a todos, porque exultaba juventud, se leía en sus ojos que no temía a la muerte, y las muescas de sus revólveres proclamaban que había quitado la vida a una docena de pistoleros. Wild Bill le tuvo miedo, por eso se encontraba en el desierto, huyendo por primera vez en su vida. Quizás esa fuera la causa que inquietaba su ánimo y le impedía conciliar el sueño, o ¿acaso tuvieran la culpa las pesadillas nocturnas que venían acosándole desde hacía varios meses?



Todo debió comenzar aquella mañana que se despertó con los dedos pulgar e índice de la mano derecha casi agarrotados. No pudo creerlo. A lo largo de una hora de maldiciones y temblores, se vio bajo la evidencia de la edad y de los excesos a los que había sometido a su cuerpo. Más tarde, marchó en busca del médico, al que obligó con el cañón de un colt del 38 a que le dijese qué significaba aquella dolencia.



—Es una pequeña artritis —diagnosticó el viejo galeno—. Sumergiendo la mano en agua caliente y con esta pomada recuperará la movilidad de sus dedos. Pero le aconsejo que no vuelva a probar el alcohol...



—¿Puedo confiar en que no contará a nadie esto, «matasanos»? —preguntó amartillando una de sus armas.



—Se lo juro... Créame... Yo nunca he sido su enemigo, míster Haycox...



Seguidamente, el pistolero se sometió a un régimen de enclaustramiento, hasta que se convenció de que su diestra volvía a ser como siempre. Y el primer día que pudo reanudar su vida normal, se cuidó de comprobar si el «matasanos» se había ido de la lengua. Terminó sabiendo que todos creían que su ausencia obedecía a algún viaje; no obstante, aquella misma noche, se encargó de meter dos balas en la barriga del tipo que poseía una información demasiado peligrosa.



El dueño de los «dedos más rápidos del Far West» pagaba así los favores que se le hacían.



Un escalofrío le obligó a abandonar los recuerdos. La temperatura del desierto había descendido exageradamente por culpa de la noche. Se incorporó mirando la luna menguante, dispuesto a proseguir la marcha. Desató al caballo, subió a la silla de montar y clavó las espuelas. Durante unos veinte minutos se sometió a una rápida cabalgata, como si pretendiera escapar de su propia conciencia. Pero éste era un empeño imposible.



Repentinamente, tiró de las bridas con fuerza, obligando a que su montura se alzara sobre las patas traseras, y se quedó atónito. Una muda maldición entreabrió sus labios y sus ojos expresaron el asombro impropio de un poker-face. Intentando tragar una saliva inexistente en su boca reseca, extrajo el mapa del bolsillo interior de su chaqueta negra, donde también acostumbraba a llevar la ventaja de un diminuto Patterson del 34, encendió una cerilla y buscó su exacto emplazamiento den el desierto. Pero no halló lo que buscaba: ¡allí jamás se había encontrado ningún pueblo!



Entonces ¿por qué él estaba viendo un conjunto de casas, un depósito elevado de agua, una iglesia y dos saloons? Las siluetas de los edificios eran perfectamente identificables.



Wild Bill Haycox apagó el fósforo cuando estaba a punto de quemarse los dedos, y encendió otro para ver la hora en su reloj de cadena: las cuatro de la madrugada... ¡Pero en aquel núcleo humano bullían en multitud las luciérnagas de las ventanas y de las lámparas de los porches!



—Quizá sea un pueblo minero de los que crecen y se llenan de vida antes de que se enteren los que hacen los mapas —se dijo no demasiado convencido—. Voy a comprobarlo...



Esta vez prefirió dejar de clavar las espuelas en los flancos de su caballo. Se limitó a impulsarlo con las bridas, para que se moviera a un trote lento, cansino. Porque no era curiosidad el impulso que le movía a aquel lugar, sino una especie de magnetismo irresistible: el mismo que le obligaba en su juventud a buscar a ciertas mujeres: ¡en efecto, era esta misma pasión esclavizadora!



«¿Qué voy a encontrar ahí... si mi instinto parece estarse metiendo en un fuego que yo... tenía por olvidado?», se preguntó sin dejar de avanzar, sintiéndose muy inquieto.



Sus nervios nunca pudieron ser totalmente de hielo. Siempre había matado arrastrado por la carencia de piedad del asesino al que le aterroriza su propio miedo. La inexpresividad de su rostro, su rígida forma de andar, su vestuario y los revólveres que lampagueaban en las cartucheras que se mantenían atadas más abajo de los muslos y muy cerca de las rodillas habían sido una máscara. ¡Una máscara que había llevado puesta durante más de veintiséis años!



Antes de entrar en aquel pueblo, le llegaron a los oídos las amargas estrofas de la balada The Cow-boy´s Lament:



«... Que dieciséis tahúres lleven mi ataúd. / Seis guapas chicas me canten una canción./ Llevadme al valle y cubridme de terrones./ (...) Tocad suavemente el tambor y muy bajo el pífano./ Que esta marcha fúnebre me acompañe... / Y poned unas rocas sobre mi sepulcro».



Wild Bill Haycox se sintió singularmente aludido, y un escalofrío recorrió su columna vertebral en un asalto estremecedor que le forzó a tensarse sobre la silla de montar. Al mismo tiempo, a sus fosas nasales llegaron los olores característicos de la cerveza fresca, del whisky de cinco centavos el vaso, del champagne de veinte dólares la botella, la brillantina y el «fijapelo» de los camareros y los sensuales perfumes de las bailarinas: amalgama que terminó por fundirse en un solo aroma: acre, dominante y preñado de recuerdos que él no supo, en aquel preciso instante, valorar con exactitud.



Inmerso en este cúmulo de sensaciones, fueron sus ojos los que empezaron a captar figuras de personajes que le resultaban conocidos, a pesar de que no consiguiera saber dónde los había visto. Por último, resultaron tantos que le invadió la idea de que la presencia de todos aquellos conocidos («¿qué maldita casualidad los ha reunido aquí... y cómo ninguno de ellos me resulta un extraño?») obedecía a una decisión que él debía respetar.



Durante unos segundos pensó en escapar de aquel pueblo, pero ni siquiera detuvo la marcha de su caballo.



Repentinamente, en una aparición más reveladora que una lámpara de petróleo al ser encendida en una habitación a oscuras, se encontró frente a Mavis Bleeke, «la reina de Dodge City», que se exhibía tan lozana, desafiadora y hermosa como en 1872... ¡Si hacía diez años que él mismo la había estrangulado con sus propias manos!



Ya no había ninguna duda: aquel pueblo, que no estaba señalado en el mapa, pertenecía a los muertos. Porque era muertos los hombres y las mujeres que le contemplaban desde los porches... ¡Y a todos él mismo les había arrebatado la vida!



¡Sí, allí estaban Sandy, el croupier de faro en el Harper´s Saloon de Dodge City; Russell, el jefe de estación de Abilene; Horace, el propietario del White Hotel de Missouri Flates; Eilley, la rolliza pianista del Comstock Saloon de Virginia City, y todos los demás... hasta totalizar 68 cadáveres!



Jamás había llevado la contabilidad de las personas que había asesinado ¡pero supo que ninguno de ellos faltaba a aquella cita macabra, incomprensible!



Entonces sí que descarnó los flancos de su caballo con las espuelas; a la vez, desenfundó uno de los colts del 38, y comenzó a disparar contra la fila de los que habían sido espectadores de su entrada en aquel maldito pueblo. Su demencial pretensión era volver a matar... ¡a los que ya debían estar bien muertos!



Al instante se dio cuenta de que estaba malgastando las balas, debido a que las gentes habían desaparecido, lo mismo que los ruidos, las luces y los olores. Todo parecía que jamás hubiese existido: se encontraba en una población desierta y silenciosa.



—¡¿Qué ocurre aquí... ? ! —aulló con toda la fuerza que le proporcionaba su cólera de hiena racional, negándose a aceptar la locura. De pronto se tragó el deseo de seguir convirtiendo en gritos su protesta desesperada, pero no supo contener esta pregunta—: ¿Acaso ha sido uno de los espejismos del desierto? Pero... ¡Deténte, bestia maldita!



A pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió dominar a su montura hasta unas dos milla del pueblo, ya que la había encabritado con el estrépito de los disparos y con las heridas originadas por las espuelas. Luego, se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba empapado de sudor. Realmente se había sentido aterrorizado.



—¡No... no! ¡Yo jamás he conocido el miedo... y mucho menos el terror...! ¡Sólo han sido unas visiones... Estoy cansado, llevo dos días sin dormir y mi cabeza no me funciona demasiado bien... si no duermo lo suficiente!



Sin embargo había tenido que volver a gritar para conseguir autoconvencerse de que sus deducciones obedecían a la realidad más auténtica. Acto seguido, negándose a volver por los derroteros mentales que podían conducirle al reconocimiento de su cobardía, se dirigió hasta aquel grupo de edificaciones, que ya, definitivamente, parecían desiertas, abandonadas.



Con el ceño fruncido, los labios apretados y la s manos sujetas al cinturón, en la proximidad inconsciente de las culatas de los colts del 38, dejó el caballo atado a la barra del porche del hotel, empujó la puerta de cristales y entró en un lugar sumido en la penumbra. Sobre el mostrador de recepción vio una lámpara de petróleo. La cogió sin mucha confianza y, enseguida, comprobó que su depósito no estaba vacío. Encendió la mecha, cuyo resplandor le permitió descubrir una inmensa capa de polvo, un sinfín de telarañas y el lógico aspecto de un lugar que llevaba muchos meses sin ser habitado.



No obstante, al mismo tiempo que liberaba un soplido de tranquilidad, le llegó un hedor a tumbas, a cementerio en el que los cadáveres no hubiesen sido enterrados a la suficiente profundidad. Pero este retorno de la pesadilla fue muy breve, casi una intuición o un secuela de los que había sufrido recientemente. Así que le resultó fácil creer que no debía sentirse afectado.



Después, subió al primer piso. Las viejas maderas crujieron bajo sus botas, de unas rendijas brotaron las veloces sombras gordezuelas de dos ratones y sobre la campana de luz pasaron unos murciélagos. Wild Bill Haycox empezó a silbar O Bury me not en the lo prairie («No me enterréis en la pradera solitaria»), aunque se negaba a aceptar que estaba asustado. En la primera puerta que abrióse encontró una cama de metal dorado, de alta cabecera en la que parecían reír unos angelotes desnudos columpiándose en unas guirnaldas de flores y frutas, y que contaba con todo su equipamiento para echarse un buen sueño.



«¿no es mejor esto que dormir en el suelo?», se preguntó el pistolero.



Retiró la colcha tejida con hilos dorados, rojos y amarillos, y se encontró con una manta que al presionarla no despidió polvo. Sonriendo abrió la ventana, para remover la atmósfera, dejó la lámpara de petróleo en un pequeño aparador, se quitó las botas y el cinturón canana —un chispazo de indecisión le asaltó al realizar este acto, aunque tardó muy poco en despreciarlo—, y se echó en el lecho que le estaba aguardando. Casi al instante se vio apresado por una extraña somnolencia, que achacó al agotamiento.



Pero se dio cuenta de la inu8sitada titilación de la llama apresada en la campana de cristal, y que una casi olvidada sensualidad enervaba todos los poros de su piel y ponía en fase de tensión todos sus músculos. Entonces, en el rectángulo de la puerta, casi en las sombras, apareció una mujer semidesnuda —sólo llevaba una gasta imperceptible sobre la subyugante hermosura de su cuerpo—. No debía contar más de veinte años, lucía una impresionante cascada de cabellos rubios, sus pechos se asemejaban a dos grandes pomelos que hubiesen adquirido la facultad de vibrar y de rectarse, su cintura era una completa tentación para unas manos que llevaban meses sin palpar la provocación de una hembra, sus móviles caderas encerraban la gracia de las más apetitosas bailarinas de San Francisco, y en el horno de su pubis crecía la miel y el oro en un triángulo de vellosidad que emanaba efluvios de paraíso.



Claro que Wild Bill Haycox nunca había sido un poeta; sin embargo, en aquel preciso instante, su sexualidad fue capaz de llegar a las cimas de la pasión ,a la zona más alta, donde se acaba la posibilidad de seguir ascendiendo. Y por eso, cuando abrazó a la diosa, sus genitales eran un géiser de semen... ¡Un semen que se le quedó petrificado, mientras sus testículos se volvían unas bolas vacías, disecadas, al descubrir que tenía entre sus brazos a un cadáver putrefacto!



La cascada de cabellos se había convertido en unos repelentes colgajos que aún se sostenían en los escasos restos de piel que quedaban en el cráneo; los pechos no existían, aunque sí ocupaban su lugar una protuberancia agusanadas; la cintura sólo se hallaba formada por una carne podrida, devorada por la infección purulenta; y las caderas ya nada más que eran los huesos completamente descarnados; pero el pubis se conservaba intacto, como queriendo demostrar que se resistía a la cangrena, porque había sido la única «herramienta de trabajo» de la que fue, en vida, Rosa O´Leary, o la «Rosa de Topeka».



El pistolero intentó librarse de aquella carga macabra. El terror le enloquecía. Sus brazos, sus piernas y todo su cuerpo se entregaron a la lucha; a la vez, no cesabga de aullar sonidos ininteligibles. Pero aquella boca, de labios destrozados por una especie de lepra, no se separaba de la suya... ¡Súbitamente, desatando una sensación insufrible, tuvo la certeza de que varios gusanos estaban recorriendo la punta de su lengua!



Con el corazón al borde del infarto, las fuerzas se le multiplicaron hasta el punto que consiguió librarse del dogal que suponían los brazos infectos que le aferraban; sin embargo, no escapó a la inmensa náusea, aunque había conseguido liberar sus labios de la mortal ventosa, por eso comenzó a vomitar y a escupir durante largos minutos.



Sometido a esa reacción, le fue imposible darse cuenta de que la estancia se había llenado de espectros, de cadáveres animados de movimiento y que ofrecían todas las alteraciones que en sus carnes y en sus pieles, así como en sus ropas y en sus mortajas, habían causado el tiempo y la putrefacción. No obstante, a todos ellos los pudo identificar cuando levantó la cabeza, se le desencajaron los ojos y el terror le reveló que sólo debía aceptar una verdad: ¡esa que tenía delante!



—¿Por qué... ? —susurró entre las babas biliosas que aún escurrían de sus labios.



Como respuesta se vio atrapado por las manos —sólo eran huesos— de Herb Nestor, el recepcionista del Wichita Hotel, por la de Dave Fowler, el conductor de la diligencia que cubría la línea Topeka-Independence antes de que llegase el ferrocarril, y por las de Robert E. Riegel, el periodista del The Tulsa Telegraph. Eran auténticos esqueletos, pero el pistolero pudo identificarlos como si llevaran sus nombres escritos en el brillante y liso frontal de sus cráneos.



Ya no peleaba, n protestaba. Porque todo él era un temblor, un agónico estertor imposible de transformarse en un sonido audible. Se vio sacado de la habitación igual que si fuera un colgajo inerte. Carecía de fuerzas para sostenerse, se le habían vaciado los intestinos —los excrementos y la orina le escurrían por las piernas dando prueba de su cobardía—, y nada más que era una consciencia aterrorizada, que ni siquiera poseía el derecho a alejarse de lo que estaba ocurriendo dando un salto hacia la locura o la amnesia...



Parecía que era locura todo aquello que le rodeaba y le dominaba; al mismo tiempo, sus rodillas golpeaban contra los viejos peldaños de la escalera, su cabeza se le vencía sobre el pecho, esa baba de epiléptico en trance seguía manando de sus labios, y se iba dando cuenta de que cada vez eran más los cadáveres vivientes que el arrastraban.



El macabro recorrido finalizó en el comedor del hotel. Le pusieron de pie, apoyándole contra la pared. Y así pudo ver el lugar que había sido convertido en una espeluznante sala de juicios. Quiso cerrar los ojos, para hallar refugio ante tanto horror, y los párpados no le obedecieron... ¡Porque allí se encontraban, nuevamente, sus 68 víctimas, y todos le estaban mirando a pesar de que la mayoría no contaban con globos oculares en sus calaveras!



Presidía la mesa del presidente del Tribunal el más indicado de todos aquellos espectros hediondos y horripilantes: el juez Jeremías H. Pattie, que había sido titular del juzgado de Abilene hasta 1879. Sobre su esqueleto llevaba una toga harapienta, también putrefacta. No necesitó golpear el martillo de metal para solicitar silencio, porque allí el único sonido que se escuchaba era el que provenía de los labios temblorosos del reo: un estertor prolongado de renuncia y el castañeteo de sus dientes.



—Es innecesario que les informe a todos ustedes sobre el motivo de nuestra presencia en este juicio —comenzó a decir el muerto con una voz tan silbante como el viento al pasar por la copa de un gigantesco ciprés de cementerio, lo que no le restaba capacidad de comunicación—. Aquí falta la bandera de nuestro país, la Biblia y los abogados, tanto el defensor como el fiscal, porque todos nosotros ya pertenecemos a otro universo. Pero como nos ha devuelto con los vivos el mismo deseo de venganza, ¡hemos de obtener provecho de este molesto quebrantamiento del descanso eterno! Cada uno de nosotros debe su muerte a esta víbora humana: una asesino que ha venido engañando a todo el mundo con una ficticia leyenda de «pistolero de nervios de acero y corazón justiciero», ¡cuando todos nosotros sabemos que siempre se ha valido de la traición, de la ventaja y del engaño! ¡Porque es un cobarde!



—No... No es cierto —balbuceó Wild Bill Haycox, en una reacción que probaba la fuerza que aún le mantenía en pie.



—¿Acaso te atreves a afirmar, ante 68 testigos de cargo, que nuestras muertes fueron cara a cara y en defensa propia? —le desafió el juez-muerto.



—Obstaculizabais mi camino... de una manera o de otra... Tuve que quitaros la vida... porque suponías un gran peligro para mí...



—¿Peligro? Ahí se encuentra tu hermano pequeño, Ralph, y tus tíos, Lorne y Harold, más allá puedes ver a Clara Star, a Loerena Hoolding y a Rosa O´Leary, «la Rosa de Topeka»... ¿Te atreves a negar que todos ellos no te amaron?



—Quisieron cambiar mi destino... imponerme sus decisiones... Además sabían demasiado de mí...



Los mataste para que no deformasen la imagen que te habían fabricado los escritores de esas revistillas que se venden en el Este por cinco centavos, ¡y porque eres un monstruo sediento de sangre! Creo que ya es innecesario que sigamos con el Juicio. La condena sólo puede ser una: ¡Wild Bill haycox tendrás que enfrentarte en un duelo a muerte, sin trucos ni engaños, al joven Sam Ballard! ¡Por si lo has olvidado, te recuerdo que tienes una cita con él a las doce treinta del vienes, en la calle principal de Canyon River!



Súbitamente, se hizo un silencio inmenso, se apagaron las luces, se desvaneció el hedor a cementerio poblado de cadáveres putrefactos y la oscura soledad se transformó en una tenaza insoportable. Sin embargo, el pistolero tardó en darse cuenta de que le habían dejado solo. Luego, alzó la cabeza, sus ojos escudriñaron las sombras y, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que se encontraba en la cama. Esto le condujo a suponer que todo lo ocurrido obedecía a una pesadilla.



No obstante, saltó al suelo, se vistió precipitadamente, se colocó a conciencia el cinturón canana, después de comprobar que los colts del 38 seguían cargados, y salió del hotel. Una vez se encontró en el porche, sin saber realmente por qué lo hacía, sacó de sus alforjas un western book (novelita del Oeste), que un editor de nueva York venían dedicando a «las hazañas del pistolero más famoso del Far-West», y leyó la presentación:



«¡No tengas miedo! ¡No te asustes, hermosa! Ya estás a salvo en brazos de Wild Bill Haycox que está siempre dispuesto a arriesgar la vida, y a morir incluso, por una bella mujer».



Una sonrisa de vanidad se asomó a sus labios, montó lentamente en su caballo y puso rumbo hacia su responsabilidad. Estaba seguro de su victoria. Por eso ni siquiera acusó el cansancio, ni le volvió a herir el recuerdo de las terroríficas pesadillas, durante todo el largo recorrido a Canyon River. ¡Y en qué enorme envanecimiento se sumergió al comprobar la enorme expectación que le aguardaba!



En cuanto se le vio aparecer, las apuestas se situaron de inmediato en un porcentaje de nueve a uno a su favor. No obstante, se le dejó que se preparara meticulosamente, como si de un caballo de carreras se tratara. Allí se encontraban los principales periodistas del país, y hasta un famoso novelista europeo —algunos llegaron a decir que se trataba del propio Chales Dickens—, lo que suponía que la leyenda iba a cobrar un testimonio indestructible de autenticidad.



A las doce y veintiocho minutos, Wild Bill Haycox descendió por las escaleras del Gold Saloon. A los artistas Russell y Remington jamás se les hubiese ocurrido pintar un pistolero tan desafiadoramente arrogante. Todos los espectadores se quedaron sin habla, estupefactos. Y la parálisis general, quietos los vasos e inmóviles los dedos del pianista, permitió que resonase el tintineo de las espuelas de plata del «legendario» pistolero



Después, bajo un sol de castigo y con un público que ni siquiera parpadeaba, los dos duelistas se situaron frente a frente. El senador Eugene Mc Parkinson se encargó de la cuenta, cuidándose de espaciar los tres números en intervalos de quince segundos exactos. Sin embargo, al llegar al «dos» se produjo un desenlace inesperado, revelador...



—¡No, no... Yo no quiero morir así... Mis dedos son viejos... Jamás conseguiré desenfundar a tiempo...! —suplicó Wild Bill Haycox, arrodillándose en la ciénaga de su cobardía.



Un terremoto no hubiese causado mayor estampida humana. La fuga fue general, como si todos los presentes acabasen de descubrir que habían sido cómplices de una gran farsa. Y hasta el joven pistolero Sam Ballard abandonó la calle. Sólo los niños y los muchachos se quedaron allí, burlándose del «viejo cagón»...



Humillado y destruido, el asesino buscó un caballo, cualquiera, y se dispuso a escapar de aquel maldito pueblo. Pero, a los pocos metros, se enfrentó a las armas de sus víctimas. Los tejados, las ventanas, los porches y el suelo polvoriento se hallaban cubiertos de negros cañones de rifles y revólveres. Pero nada más que se escuchó un disparo , y el cobarde cayó a tierra abatido por 68 balas justicieras.

13 ago 2012

Los Jueves


Mónica Lavín


No debí hacerlo. No pude evitarlo, me bastaba verlos entrar con ese paso excitado y cauteloso: ella con el cuerpo garboso y las piernas largas y bien formadas, él, esbelto, con la mirada protegida por los lentes oscuros y el brazo asido a la cintura de la mujer. Yo los espiaba por el pasillo oscuro, tras la puerta entornada de otra habitación, y sentía alivio cuando después de los pasos sigilosos verificaba que eran los mismos. Los del jueves a las cinco de la tarde, los de la habitación 39. Esa repetición semanal me reconfortaba. En el torbellino de los encuentros pasajeros que atestiguaba todas las tardes, éste hilvanar jueves tras jueves con puntadas de amor y deseo exhalaba continuidad. Quién pudiera como ellos robarle unas horas a la tarde, una tan solo, y encontrar cierta dulzura entre unos brazos. Quién pudiera olvidarse del Chino, de Nachito y la Lola, de los frijoles hirvientes y, con las piernas enfundadas en medias suaves, dejarse recorrer las pantorrillas y los muslos con el interés de quien mide y palpa las formas; quién pudiera ser objeto de deseo respondido y consumado.

Antes ni pensaba esto, ni siquiera me veía las piernas, sólo servían para llevar mi andar por todos sitios. Ni con las inacabables parejitas que deambulaban por estos pasillos, sofocando sus gemidos tras las puertas cerradas, había hecho yo conciencia de mi abandono. Ahora sabía que tener marido no era ningún consuelo. Y si no, ¿por qué iban a volver los del 39 con ese gesto de inevitable engarzamiento?, ¿por qué iban a venir aquí una vez a la semana si tuvieran otra posibilidad, por qué los lentes, por qué la hora, por qué la prisa?

A las siete se abría la puerta del 39, él atisbaba el pasillo e indicaba a la mujer que no había peligro. Volvía de nuevo a mirarlos. Ahora por las espaldas, con las manos apretadas deteniendo la despedida, prolongando el encuentro. Yo también lo prolongaba, me atrevía a acercarme a la escalera para ver sus cabezas desaparecer por el pasillo que daba a la calle. De prisa entraba a su habitación, no quería que me la ganara Teresa que a esa hora rondaba el mismo piso. Cerraba la puerta y miraba el desarreglo, el mismo que en otros cuartos me producía hastío y a veces repulsión. Entonces me tiraba boca abajo sobre la cama y aspiraba los aromas atrapados entre las sábanas gastadas, extraía el perfume de olor a hierba de ella y la loción leñosa de él, olfateaba los sudores que humedecían esos paños relavados y rastreaba las gotas de semen escapadas de la vagina repleta y saciada de la mujer. Con la sábana descompuesta, mi corazón se violentaba y una ola de sangre me ponía en éxtasis. Entre las evidencias, asistía al ritual del amor.

Después de un rato salía de nuevo a la penumbra del pasillo y depositaba en el cesto rebosante de blancos el atado de sábanas con más delicadeza que la usual. Agradecía profundamente esas visitas semanales, me resistía a cualquier cambio de horario, de piso. Esos meses se habían convertido en una sucesión gozosa de jueves. Así que me atreví. Se nos insistió al entrar a ese trabajo que debíamos ser discretas y nunca tener contacto con los clientes, evitar ser vistas, no hablar con ellos. Pero yo quería manifestar mi contento por su presencia, como en una boda cuando se abraza de corazón a los desposados. Entonces se me ocurrió lo de la flor. Las muchachas choteaban que si me la había dado un galán o que si a poco el Nacho era tan romántico.

Era una rosa color coral a punto de abrir. A las cuatro y media el cuarto se desocupó, entré presurosa a hacer el aseo y pensé en no salirme hasta unos minutos antes de la hora, No quería arriesgar la posibilidad de una ocupación ajena a la pareja, a pesar de que Tomás ya tenía la consigna en recepción de tenerla libre los jueves a las cinco. Llené un vaso con agua y con la rosa, lo coloqué sobre la cómoda despostillada. La rosa se reflejó en el espejo, las paredes desnudas y la colcha con huellas de cigarro se iluminaron con el rubor de la flor. El 39 parecía un cuarto de otro lugar. Aspiré el aroma de la flor que esta vez celebraría la fiesta con los humores y secreciones de los cuerpos de los amantes. Salí al minuto para las cinco, excitada, nerviosa por aquella irrupción que tambaleaba el anonimato de la pareja. Me encomendé a dios, quien, después de todo, los había puesto en mi camino. Durante las dos horas de amorío mi corazón no estuvo sosegado. Tendí camas, puse papeles de baño, toallas limpias, barrí, caminé. Y todo el tiempo la imagen de la rosa fresca y colorida presenciando sus cuerpos desnudos y la entrega desbordante me persiguió como si yo misma tuviera los pies metidos en aquel vaso de agua.

Escuché el ruido de la puerta y me asomé desde otra habitación. Noté que la mirada de él escrutinaba el pasillo con mayor insistencia. Respiré y contuve la tentación de correr a presentarme y confesar que yo era la de la rosa y esperaba no haberlos molestado. Apreté los puños y no me atreví a observar como se perdían al final de la escalera. Entré en la habitación. El mismo desarreglo tributario. Bajo el vaso de agua, sin flor, estaba un billete. Era una forma de respuesta. Lo tomé después de soslayarme entre los aromas familiares y el rito al que añadí mi rosa. Salí gustosa con el itacate fuertemente pegado al pecho para abandonarlo con dolor en el montón de sábanas manchadas.

El jueves siguiente dieron las cinco treinta y los del 39 no aparecieron. Esperanzada supuse algún contratiempo pasajero, pero el siguiente jueves me confirmó la ruptura del hábito. Aún así me aferré a la posibilidad de un cambio de horario, después de locación, tal vez ella tuviera un marido que la hubiese descubierto, o él una mujer que se interpusiera. Tal vez se enfermó alguno, tal vez se murieron, tal vez.

Desde entonces las sábanas gastadas me parecen una tortura y penitencia y el olor a rosas me enferma.

5 ago 2012

El milagro secreto

Jorge Luis Borges



Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:

-¿Cuánto tiempo has estado aquí?

-Un día o parte de un día, respondió.



Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo:El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodo lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

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