28 abr 2013

Una casa de verano

Doris Lessing



Durante mucho tiempo después de la guerra había por todas partes en Londres lugares llamados “sitios bombardeados”, y estos podían ser terrenos baldíos en donde los escombros habían sido despejados y en los que crecían adelfas formando jardines con árboles jóvenes y pájaros, o edificios que parecían estar enteros hasta que uno doblaba la esquina y veía una fachada sin soporte alguno o una casa cuyo techo o ventanas se nos presentaban como si fueran trozos de un encaje hecho añicos. Podía haber una manzana entera donde los restos de edificios parecían fotografías de explosiones de bombas, como si un viento lo hubiese aplastado todo. O de pie, sobre un sótano lleno de agua oscura, se podía observar el esqueleto de una casa con un hueco en la pared que dejaba ver una bañera rajada y tumbada de costado. Todas estas ruinas tenían letreros en los que se leía “Prohibida la entrada” y “Peligro: prohibida la entrada a los niños.”

Estas amenazas oficiales eran a menudo ignoradas. Años más tarde, en Berlín, una mujer que había sido niña durante la guerra me contó que entonces los niños solían jugar atraídos por la emoción que ofrece el peligro entre las casas que habían sido bombardeadas y algunas veces en calles enteras en ruinas y fue sólo después, mientras las reconstrucciones volvían a dar forma a la ciudad, que ella y sus compañeros de juego se dieron cuenta de que las ciudades no eran solamente una mezcla de ruinas y calles seguras.

Llevó mucho tiempo reconstruir y hacer desaparecer los restos de la guerra.

Cerca de Notting Hill, había en una esquina un terreno baldío con fragmentos de una casa por donde a menudo solía pasar caminando y algunas veces cuando estaba apurada lo cruzaba a pesar de los avisos de peligro. Estas ruinas tenían paredes destrozadas que rodeaban de forma desigual a un suelo de cemento en el que a un lado quedaba en pie una estufa a leña con una chimenea intacta aunque la pared trasera llegaba a la mitad de la repisa. Los otros cuartos estaban sólo sugeridos por las líneas de las paredes como manchas sobre la tierra. Sobre el piso de cemento la silueta de otra casa había sido esbozada con piedritas, pedacitos de ladrillos, fragmentos de loza, la mitad de una cucharita de té y el asa amarilla de una taza. Esta era una casa que si hubiese sido construida hubiera sido más grande que la casa de verdad que la albergaba con sólo dos cuartos en la planta baja, pues ésta tenía cuatro cuartos cuadrados con los espacios de las puertas abiertos al mundo. Un basurero de juguete con un manojo de cerdas por cepillo había sido usado para barrer el polvo del piso de cemento, que ahora se encontraba apilado alrededor de la casa como una muralla de defensa en la que habían sido clavadas ramitas, y a cuyos rincones habían volado las hojas de los árboles del pasado otoño.

Varias veces pasé por la casa de esta niña antes de verla, una niña menudita con descoloridos mechones de cabello y redondos ojos azules en una cara llena de pecas. Tenía puesto un vestido de verano de un rosado desteñido. Un sol de verano proyectaba sombras sobre las paredes destruidas de la casa. Pretendí no haberla visto y ella aceptó mi pretexto y esperó, y sólo pude echar un rápido vistazo para ver que había traído un collar con cuentas de plástico rosadas que había repartido en los cuatro cuartos para representar una silla, una mesa y supuestamente un sofá, pero quizás era una cama: cuatro cuentas estaban situadas a lo largo de una línea de piedras que representaba una pared.

En vez de pasar caminando por la acera, respetuosa de la ley, ahora siempre cruzaba por el sitio bombardeado y a través de las ruinas para ver cómo progresaba la casa de la niña. La podía ver fácilmente con sus ojos, porque qué niño no ha puesto guijarros sobre la tierra o cubos sobre una alfombra y ha visto fantásticas paredes y techos, ventilados pináculos y torres elevándose de los cimientos, todo lo que un adulto ve como basura o un revoltijo que debe ponerse en orden.

Ella iba ahí por las mañanas. La mayoría de las tardes podía ver que había estado porque el basurero y el cepillo habían sido movidos de lugar, los montones de polvo habían crecido, había nuevos tesoros en las paredes, una pinza del pelo rota, el cabo de un lápiz. Su casa no tenía la misma forma. En una ocasión, los cuatro cuartos habían sido colocados uno al lado del otro con los espacios de las puertas conectándolos. Otro collar de cuentas, amarillas, delineaban una pared interior mostrando que este cuarto había sido señalado como uno especial porque en él también había un frasquito de pasta de pescado con trocitos de adelfas.

Una tarde vine y la vi. Qué niña tan precavida y nerviosa, lista para ponerse en pie de un salto y correr. ¿Pero adónde? ¿Dónde vivía? Tenía puesto el mismo vestido rosa desteñido. Descoloridos y finos mechones se escapaban de una cinta rosada para el pelo. Sus pies estaban descalzos; me hubiese gustado que los míos estuvieran descalzos aquella tarde de calor. Sus ojos azules me miraban desafiantes. Ella esperaba, los nudillos de una mano tocaban el suelo como los de una corredora. Me quedé allí y sonreí, aunque sabía que la sonrisa no era la divisa adecuada. Cualquier tipo de traidor o adulto falso podía sonreír. Ella no debía estar allí, y lo sabía. Yo tampoco debía estar allí, pero esto ella no lo sabía: yo podía ser una representante de la autoridad o una persona entrometida. Seguí mi camino y la vi volverse a trabajar en su casa. Cinco cuartos tenía ahora esta residencia y un constructor podría haber hecho de ella una casa, o varias ya que su forma cambiaba de cuadrada a alargada y viceversa, y algunas veces un cuarto era dividido por una línea de fragmentos más pequeños y se podía ver con facilidad que representaba una medianera.

La verdadera estufa a leña contra la pared destruida detrás de su casa era parte de esta fantasía. Un sendero marcado con crayón de color rojo conducía desde su casa a la estufa, y a cada lado del sendero ella había garabateado con manchas de crayón, malvarrosas y flores como aquellas margaritas de cuatro pétalos pintadas en repasadores o bordadas en cubreteteras, con una pizca de polvo de ladrillo rosa en cada centro. El sendero conducía a la pared trasera en ruinas y una línea doble de crayón rojo trepaba por la pared hasta alcanzar el borde fragmentado; ella debía haberse tenido que poner en puntas de pie. ¿Adónde conducía aquel sendero o camino, qué se había imaginado haciéndolo terminar allí en el aire? ¿O quizás en su mente, los cuartos que una vez se habían erguido sobre estas habitaciones de la planta baja, aún estaban allí haciendo juego con las otras casas de la calle? Era una callecita de casas pequeñas, de dos habitaciones abajo y dos arriba. A lo largo de esta calle los niños jugaban, pero eran mayores que esta niñita, una pandilla de ellos, bulliciosos y veloces, correteando entre los coches. Aquella niña estaba más a salvo en su ruina que los mayores entre el tráfico.

Una tarde cuando el verano estaba llegando a su fin, tomé el mismo camino de siempre y me detuvo una cerca alta de alambrado. Había una puerta pero estaba cerrada con llave, y en el letrero se leía: “Próximamente, este sitio será reconstruido”. Me quedé parada mirando las paredes destruidas, y al suelo de cemento que había sido pisoteado por las botas de los albañiles, desparramando las piedritas y los pedacitos de ladrillo, las flores muertas y las cuentas de plástico. Miré hacia abajo y la vi parada cerca de mí mirando hacia adentro, sus manos flacuchas aferradas al alambrado. No me tenía miedo, ahora que nada peor podía pasar.

Ella tenía puesto un pulóver gordo sobre su viejo vestido rosado.

Sobre su cara corrían manchas de lágrimas.

—Van a construir aquí una nueva casa –le dije hablándole a su cabeza.

—¿Por qué?

Al principio no entendí ese grito de vocales porque aún era nueva en Londres y mis oídos no se habían acostumbrado al acento cockney.

—¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué? –se lamentó.

—Así la gente puede vivir en ella –le dije, y podría haber continuado con palabras de consuelo si las hubiese encontrado, pero se había echado a correr alrededor de la cerca al tiempo que gritaba, “Maaaa, maaa, maaa, maaa…” ¿Pero qué decía? Sonaba algo así como: “Man quitao mi casa”.

Cruzó la calle corriendo sin mirar si venía algún coche, y estaba golpeando la puerta de una casa justo enfrente de las ruinas. “Maaa, maaa, maaa…”, la puerta se abrió y allí estaba parada una mujer que con un brazo cogió a la niña y con el otro cerró la puerta mientras la niña se lamentaba de que le habían quitado su casa de tierra, le habían quitado su casa. Y desde una de las ventanas de arriba llegó nuevamente su llanto, su casa, su casa de tierra, “ellos” le habían quitado su casa.

18 abr 2013

Lo que se puede inventar

Hans Christian Andersen.



Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas.

-¡Felices los que nacieron mil años atrás! -suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?

Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos.

-¡Tengo que ir a verla! -dijo el joven.

La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta se veía una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.

«He aquí el símbolo de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.

-Anótalo -dijo ella-. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.

-Ya lo han escrito todo -dijo él-. Nuestra época no es como antes.

-No -contestó la mujer-. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado, y seguramente por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo.

Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina.

Le dio las gafas y la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban.

¿Y qué cantaba la patata?

Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un terrón de oro.

-Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra!

-Bueno, basta de esto -dijo la adivina-. Ahora mira el endrino.

-Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas -dijeron las endrinas-. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.

-Es una narración muy romántica -dijo el joven.

-Lo es, en efecto, pero sígueme -dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena.

Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen, que una vez vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para forzarla a quedarse.

-Te sube al borde del foso -dijo la adivina-. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en ella.

-¡Qué bullicio! -exclamó el joven-. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!

-Nada de eso, anda siempre derechito -dijo la mujer-. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo. Pero antes de que te marches devuélveme mis gafas y la trompetilla.

Y le quitó los dos objetos.

-Ahora no veo nada en absoluto! -dijo el joven-. Ni oigo nada.

-En tal caso, no serás poeta para Pascua -respondió la adivina.

-¿Cuándo, pues?

-Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.

-Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía?

-¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer.

-¡Lo que uno puede inventar! -dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo.

Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.

14 abr 2013

La fábula de los tres hermanos

J. K. Rowling
Tomado del libro: Los cuentos de Beedle el Bardo



Había una vez tres hermanos que viajaban a la hora del crepúsculo por por una solitaria y sinuosa carretera.

Los hermanos llegaron a un río demasiado profundo para vadearlo y demasiado peligroso para cruzarlo a nado. Pero como los tres hombres eran muy diestros en las artes mágicas, no tuvieron más que agitar sus varitas e hicieron aparecer un puente para salvar las traicioneras aguas. Cuando se hallaban hacia la mitad del puente, una figura encapuchada les cerró el paso... Y la muerte les habló. Estaba contrariada porque acababa de perder a tres posibles víctimas, ya que normalmente los viajeros se ahogaban en el río. Pero ella fue muy astuta y, fingiendo felicitar a los tres hermanos por sus poderes mágicos, les dijo que cada uno tenía opción a un premio por haber sido lo bastante listo para eludirla.

Así pues, el hermano mayor, que era un hombre muy combativo, pidió la varita capaz de hacerle ganar todos los duelos a su propietario; en definitiva, ¡una varita digna de un mago que había vencido a la Muerte! Ésta se encaminó hacia un saúco que había en la orilla del río, hizo una varita con una rama y se la entregó.

A continuación, el hermano mediano, que era muy arrogante, quiso humillar aún más a la muerte, y pidió que le concediera el poder de devolver la vida a los muertos. La Muerte tomó una piedra de la orilla del río y se la entregó, diciéndole que la piedra tendría el poder de resucitar a los difuntos.

Por último, la Muerte le preguntó al hermano menor qué deseaba. Éste era le más humilde y también el más sensato de los tres, y no se fiaba de nadie. Así que le pidió algo que le permitiera marcharse de aquel lugar sin que ella pudiera seguirlo. Y la Muerte, de mala gana, le entregó su propia capa invisible.

Entonces la Muerte se apartó y dejó que los tres hermanos siguieran su camino. Y así lo hicieron ellos mientras comentaban, maravillados la aventura que acababan de vivir y admiraban los regalos que les había dado la Muerte. A su debido tiempo, se separaron y cada uno se dirigió hacia su propio destino.

El hermano mayor siguió viajando algo más de una semana, y al llegar a una lejana aldea buscó a un mago con el que mantenía una grave disputa. Naturalmente, armado con la Varita de Saúco, era inevitable que ganara el duelo que se produjo. Tras matar a su enemigo y dejarlo tendido en el suelo, se dirigió a una posada, donde se jactó por todo lo alto de la poderosa varita mágica que le había arrebatado a la propia Muerte, y de lo invencible que se había vuelto gracias a ella.

Esa misma noche, otro mago se acercó con sigilo mientras el hermano mayor yacía, borracho como una cuba, en su cama, le robó la varita y, por si acaso, le cortó el cuello. Y así fue como la Muerte se llevó al hermano mayor.

Entretanto, el hermano mediano llegó a su casa, donde vivía solo. Una vez allí, tomó la piedra que tenía el poder de revivir a los muertos y la hizo girar tres veces en la mano. Para su asombro y placer, vio aparecer ante él la figura de la muchacha con quien se habría casado si ella no hubiera muerto prematuramente.

Pero la muchacha estaba triste y distante, separada de él por una especie de velo. Pese a que había regresado al mundo de los mortales, no pertenecía a él y por eso sufría. Al fin, el hombre enloqueció a causa de su desesperada nostalgia y se suicidó para reunirse de una vez por todas con su amada. Y así fue como la Muerte se llevó al hermano mediano.

Después buscó al hermano menor durante años, pero nunca logró encontrarlo. Cuando éste tuvo una edad muy avanzada, se quitó por fin la capa invisible y se la regaló a su hijo. Y entonces recibió a la Muerte como si fuera una vieja amiga, y se marchó con ella de buen grado. Y así, como iguales, ambos se alejaron de la vida.


7 abr 2013

La noche de los cincuenta libros

Francisco Tario
Tomado del libro: La noche



De pequeño era yo esmirriado, granujiento y lastimoso. Tenía los pies y las manos desmesuradamente largos; el cuello, muy flaco; los ojos, vibrantes, metálicos; los hombros, cuadrados, pero huesosos, como los brazos de un perchero; la cabeza, pequeña, sinuosa. Mis cabellos eran ralos y crespos y mis dientes amarillos, si no negros. Mi voz, excesivamente chillona, irritaba a mis progenitores, a mis hermanos, a los profesores de la escuela y aun a mí mismo. Cuando tras un prolongado silencio —en una reunión de familia, durante las comidas, etcétera—, rompía yo a hablar, todos saltaban sobre sus asientos, cual si hubieran visto al diablo. Después, por no seguir escuchándome, producían el mayor ruido posible, bien charlando a gritos o removiendo los cubiertos sobre la mesa, los vasos, la loza…

Tenía yo una hermanita que ha muerto y que solía importunarme siete u ocho veces diarias:

—Roberto, ¿por qué me miras así?

Recuerdo sus ojazos claros, redondos, como dos cuentas de vidrio, y sus rodillitas en punta, siempre cubiertas de costras.

Yo objetaba entonces, viéndola temblar de miedo:

—¡Bah, no sé cómo quieres que te mire si no sé hacerlo de otro modo!

Y ella echaba a correr, deteniéndose los bucles, en busca de la madrecita. Se arrojaba sobre sus faldas, rompía a gimotear del modo más cómico, y prorrumpía, señalándome con el dedo:

—¡Roberto me ha mirado! ¡Roberto me ha mirado!

La madrecita, al punto, le secaba los carrillos, haciéndole la cruz en la nuca. Había cumplido yo los once años, me encaminaba precozmente hacia la adolescencia y aún no tenía un solo amigo en la comarca. Era mi voluntad. Gustaba, en cambio, de internarme a solas por el bosque, atrapando mariposas y otros volátiles, para triturarlos después a pedradas. Cuando lograba cazar un pajarito, me sentaba cómodamente a la sombra de un árbol y le arrancaba una a una las plumitas, hasta que lo dejaba por completo en cueros. Si sobrevivía, lo soltaba sobre la hierba, con un sombrero de papel en la cabeza. A continuación, volvía a echarle mano y me lo llevaba al río. Allí lo sumergía cuantas veces se me antojaba, ahogándolo por fin en las ondas tumultuosas de la corriente. Acto seguido, me tumbaba sobre cualquier pradera y me masturbaba frenéticamente.

De aquel terrible tiempo conservo en la memoria una palabra espantosa, un atroz insulto que repetían a diario en casa y en la escuela cuantos me conocían:

—¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!

Ni aproximadamente comprendía yo entonces el significado de semejante vocablo, pero me exasperaba de tal suerte, removiendo en mi interior tal cúmulo de pasiones, que reaccionaba como un auténtico loco. No obstante, rara vez quedaba satisfecho, pareciéndome que, por encima de cuanta atrocidad cometiera, persistía arriba de mí, flotante como una nube, la palabra maldita.

—¡Histérico! ¡Histérico!

Cuando la profería el maestro en clase, saltaba yo sobre mi pupitre y me mordía de rabia los puños, hasta que la sangre goteaba en el suelo o manchaba mis cuadernos. Cuando la pronunciaba un condiscípulo, lo aguardaba a la salida, seguíalo por entre los matorrales y, allí, en el lugar más propicio, a salvo de cualquier intervención ajena, lo desnudaba, rasgándole las ropas a dentadas. Y lo escupía, lo escupía, hasta que no me quedaba saliva en la boca.

Con mi familia era distinto. Temía de sobra a mi padre. Mi padre acostumbraba a golpearme, encerrándome después en un sótano muy lúgubre, lleno de ratones. Allí me moría de miedo. Por eso, cuando escuchaba en mi casa el atroz vocablo, hundía la barbilla entre los hombros y me escabullía medrosamente por los pasillos. Ya afuera, lanzábame a campo traviesa, gritándoles a los árboles, a las nubes, a los cuervos que volaban:

—¡Histéricooos!

Hasta que exánime, casi sin sentido, caía de bruces en cualquier lugar y allí pasaba la noche. Era mi voluntad. ¡No, no había en el mundo placer superior al que me proporcionaba la noción de que era un niño extraviado; un niño delicado y tierno, en mitad del bosque solitario, a merced de las fieras y los fantasmas! Gozaba, durante estas inocentes diabluras, imaginándome a mi padre, a la madrecita, a mis hermanos todos —siete— cada cual con un farol en la mano, recorriendo el campo negro, tropezando aquí, cayendo allá, requiriéndome por mi diminutivo:

—¡Robertito! ¡Robertitooo! ¿Dónde estás?

Distinguía yo con claridad absoluta sus voces sollozantes y me emocionaba, hecho un ovillo, sobre las rodillas. Si mi humor no era del todo malo, me enardecía el exasperarlos:

—¡Histéricoooos! —les chillaba.

—Robertito lindo, ¿dónde estás?

Y mudaba de escondrijo, con objeto de confundirlos. Nunca daban conmigo. Ellos traían luz y yo no. De forma que, con treparme a un árbol o a una roca, estaba resuelto todo. Cruzaban por abajo dando berridos, y listo.

Esa cruel palabra, ese insensato insulto decidió mi destino. Esa palabra, y el horror que inspiraba yo a la gente. También debió influir un tanto los pésimos tratos que me daba mi familia.

Tocante a esto último, conviene entrar en detalles. Realmente nadie en mi casa me amaba, visto lo cual, tampoco quería yo a nadie. Comía igual que mis hermanitos; vestía tan regularmente como ellos; y si a la cocinera se le ocurría fabricar algún inmundo pastelote, mi ración no era ni con mucho la menor de la familia. Mas a pesar de todo ello, entre mi parentela y yo interponíase una especie de muro que detenía en seco cualquier explosión afectiva. Me sonreían a veces por compasión; me dirigían la palabra por necesidad; me escuchaban por no irritarme. Pero me rehuían; escapaban de mí con un furor inconcebible. Bastaba, por ejemplo, que posara en alguien la mirada, para que ese alguien no permaneciera ni diez segundos en mi presencia. Bastaba que cualquier arrebato sentimental me empujara en brazos de la madrecita, para que ésta protestara al instante.

—Quita, Roberto, no seas brusco… Además, mira, tengo mucho quehacer…

En cuanto a mis hermanitos, ocurría lo propio aunque centuplicado. Constantemente me espiaban: detrás de los muebles, desde alguna ventana, por entre las ramas, a través de las cerraduras. A toda hora presentía yo sus miradas atónitas clavadas en mí como púas. Por lo demás, puede afirmarse que éste era mi único contacto con ellos.

Cierta tarde en que volvía yo del bosque, con las manos llenas de plumas, sorprendí a mi hermanita —la menor— emboscada entre unos cardos. Ella tenía cinco años y era incomprensiblemente bonita… Al darse cuenta de que había sido descubierta, se lanzó a correr despavorida, llamando a gritos al vecindario; pero yo le di alcance sin ningún esfuerzo. Y era tal el pánico que la invadía, que no lograba llorar ni sollozar siquiera, sino suspirar, suspirar entrecortadamente con un silbido de lo más antipático.

Yo le pregunté entonces:

—¿Qué hacías ahí? ¡Responde!

Mas ella, tratando de sobornarme con una medalla, respondió muy tristemente:

—¡Toma, toma…! ¿No la quieres? ¡Robertito lindo, si es de plata…!

Pero yo dije:

—¡Verás cómo no vuelves a hacerlo!

Y levantándole el vestidito hasta el pecho, le arranqué los calzones. Luego me eché a reír a carcajadas como un niño loco.

—¡Mira, mira! ¡No tiene con qué orinar, no tiene! ¡Se le ha caído! ¡Cualquier día de éstos morirás!

Y la oriné de arriba abajo, haciendo alarde de mi pericia.

Empapada hasta los cabellos, la vi perderse rumbo a la casa, limpiándose las lágrimas con los calzones.

¡Ah, qué mal me trataban todos en mi familia! ¡Qué de amenazas y abusos soporté pacientemente durante años y años! ¡Qué puntapiés me dio mi padre y, sobre todo, qué tirones de orejas más bestiales! Así las tengo ahora: caídas, frágiles, como dos hojas de plátano. ¡Y cómo resuena en mi oído la palabra maldita!

En cuanto tengo fiebre, la misma pesadilla me tortura: es una especie de fenomenal bocina, situada en la abertura de una roca, y a través de la cual van gritando por turno todos los habitantes del universo: “¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!”. Y cuando a fuerza de escuchar sin descanso el insensato vocablo siento que la cabeza me va a estallar como un globo, se obscurece la Tierra, cantan los gallos y aparece la madrecita en mi cuarto, vestida con un hábito negro y una lámpara en la mano. Al verme, posa la luz en el suelo y, metiendo los dedos en la bacinica que está bajo la cama, me salpica de orines el rostro, tratando de espantar al demonio.

¡Qué huellas más crueles dejó en mí la infancia! ¡Qué de impresiones innobles, tenebrosas, inicuas!

Mas he aquí de qué forma se decidió mi destino:

Andaba ya en los albores de la adolescencia, un vello híspido y tupido me goteaba en los sobacos, cuando reflexioné:

—”Los hombres me aborrecen, me temen o se apartan con repugnancia de mi lado. Pues bien, ¡me apartaré definitivamente de ellos y no tendrán punto de reposo!”

Hice mi plan.

“Me encerraré entre los murallones de una fortaleza que levantaré con mis propias manos en el corazón de la montaña. Me serviré por mí mismo. Ni un criado, ni un amigo, ni un simple visitante, ¡nadie! Sembraré y cultivaré aquello que haya de comer y haré venir hasta mis dominios el agua que haya de beber. Ni un festín, ni una tertulia, ni un paréntesis, ¡nada! Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas… Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor. Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias: niños idiotas, con las cabezas como sandías; vírgenes desdentadas y sin cabello; paralíticos vesánicos, con los falos de piedra; hermafroditas cubiertos de fístulas y tumores; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; sexagenarias encinta, con las ubres sanguinolentas; perros biliosos y castrados; esqueletos que sangran; vaginas que ululan; fetos que muerden; planetas que estallan; íncubos que devoran; campanas que fenecen; sepulcros que gimen en la claridad helada de la noche…Vaciaré en las gargantas de los hombres el pus de los leprosos, el excremento de los tifosos, el esputo de los tísicos, el semen de los contaminados y la sangre de las poseídas. Haré del mundo un antro fantasmal e irrespirable. Volveré histérica a cuanta criatura se agita.”

Y así lo hice.

Cada año, con una fecundidad que a mí mismo me aterra, lanzo desde mi guarida un libro más terrífico y letal: un libro cuyas páginas retumban en la soledad como estampidos de cañón o descienden sobre las ciudades con la timidez hipócrita de la nieve. Y son de tal suerte compactos sus copos, son mis creaciones a tal grado geniales, que he logrado ahuyentar de estos rumbos a las fieras; he espantado a las aves, a los insectos y a los peces; al Sol y a la Luna; al calor y al frío. Donde yo habito no hay estaciones y la Naturaleza es un limbo. El agua no moja; la llama no quema; el ruido no se percibe; la electricidad no alumbra. De noche todo es negro, impenetrable, pero yo veo. De día todo es blanco, lechoso, intangible. Son los dos únicos colores que restan por estas comarcas. Diríase que una monumental fotografía me rodea.

Y escribo, escribo sin cesar a todas horas, aunque ya soy viejo. Escribí así durante cincuenta años. ¡Cincuenta libros, pues, pesan sobre las costillas de los hombres! Y presiento a estos histéricos, histéricos incurables: los veo desplumar a las aves; mutilar sus propios miembros; orinar a sus mujeres; extraviarse en la noche enorme…

Y es tal mi avidez que, cuando me sobran fuerzas, trepo por la vertiente de esta montaña mía hasta la última roca desnuda, y, desde allí, más que como un titán o un profeta barbudo, como un dios todopoderoso y escuálido, lanzo al espacio la palabra maldita:

—¡Histéricoooos!

La fotografía no cambia. Pero los semblantes de los hombres sí, lo adivino.

Esta noche he concluido mi última obra. Digo mi última, porque ya no escribiré más. Me siento enfermo, vacío; con el cerebro tan yermo como una esponja o una piedra. Por otra parte, me estoy quedando ciego; ciego a fuerza de trabajar en esta obscuridad insondable. Ya no distingo los contornos de las cosas: apenas su volumen. De ahí que confunda fácilmente un árbol con una mesa y una mesa con un vientre. ¡No, no escribiré más! Pronto seré un vestigio, y no conviene que la Humanidad se percate de ello. Conviene, más bien, que el tirano se exilie fuerte, que desaparezca hecho un coloso, que se retire con la majestad del Sol que desciende por entre los riscos…

He concluido mi última obra hace unos instantes, unos breves segundos. He escrito: FIN. Y he doblado las cuartillas precipitadamente, jadeante por el insomnio, aturdido por el abuso mental, sudoroso y febril, garabateando con dolor sobre ellas un jeroglífico indescifrable que viene a ser mi epitafio: FIN. FIN. FIN DE TODO.

A continuación, me he reclinado en el respaldo del asiento, suspirando triunfalmente.

—La obra está hecha.

Me pongo en pie porque la espalda me escuece y, de improviso, algo absurdo, ilógico, enteramente ridículo, comienza a ocurrir en torno mío: mi vista se aclara, hasta volverse perfecta; la noche se ilumina fantásticamente con el fulgor de una pequeña lámpara olvidada sobre la mesa; toman color y relieve los objetos; retumba el viento; la lluvia, cae estrepitosamente; surcan el espacio los relámpagos; mil aromas insospechados y confusos ascienden de la llanura. Todo palpita, bulle, vuelve a existir.

—¡No más fotografía! —prorrumpo.Y con objeto de cerciorarme, huyo hasta la ventana, entreabro las vidrieras, espío.

Casi simultáneamente, advierto a mi espalda unos pasos blandos, muy lentos, como los de quien camina sobre una pradera. No distingo forma humana, pero los pasos siguen sonando a lo largo de mi biblioteca. Ora se aproximan a los anaqueles repletos de libros; ora a mi mesa de trabajo; se alejan; luego cesan imprevistamente, cual si “aquello” se detuviera y examinara algo. Otros pasos más fuertes y menos lentos suceden a los primeros: son más pesados desde luego, mucho más violentos, como producidos por un gigante malhumorado que gastara botas con clavos. Sigue lloviendo torrencialmente, y el viento que penetra por la ventana abierta cierra de golpe la puerta del aposento. Puesto que la fortaleza es sumamente sonora, el estruendo repercute en todos los rincones:

—Bum… Buuuuum… Bum…

Y los pasos persisten. Y yo comprendo aterrado que no estoy solo en la estancia.

Los pasos siguen, digo, cada momento más numerosos y diversos. Unos son de mujer, indudablemente; otros, de hombre; los hay también de cuadrúpedos, de niño. ¿Acaso una multitud de seres incomprensibles se ha dado cita en mi casa?

Verifico un esfuerzo desesperado, con la intención de liberarme de todo aquello, arrojándome por la ventana. Voy a hacerlo, en efecto, cuando aparece allí una mano enguantada que se aferra con angustia al marco. Doy un salto atrás, olvidado por completo de otras cosas. Busco el revólver en mi mesa, y aparece en la ventana otra mano compañera de aquella — enguantada, igual—. Asoma un brazo; el otro; después un sombrero negro —como los guantes— con el ala caída. Estalla un relámpago en el firmamento, sucedido por un horrísono estruendo. Se sacude la casa igual que un barco. Yo me mantengo en mi sitio, alerta, emboscado tras del sillón, con el revólver enfilado hacia el sombrero negro. Pero el hombre que pugna por entrar desmaya incomprensiblemente. Desaparece una mano; el brazo; poco a poco el sombrero; la otra mano… y escucho el golpe de un cuerpo que choca contra algo espantosamente sonoro.

Los pasos, adentro, continúan más y más implacables, y yo no me decido a moverme, temeroso de tropezar con alguien. Entonces, reparo con espanto en la alfombra que está poblada de huellas frescas y trozos de barro. Empero no se percibe el más inocente suspiro.

—¿Disparo? —pienso instintivamente.

Aprieto el gatillo y se escucha un ¡ay! dolorido, seguido de roncos estertores. Los pasos, a una, cesan totalmente, y yo presiento a mil seres horribles inclinados sobre el cuerpo de la víctima, reprochándome el crimen con sus miradas descompuestas.

Atisbo a un lado y otro, mas nada anormal ha sucedido. El herido prosigue quejándose con voz cada vez más débil, y, afuera, la borrasca sacude los montes. De súbito, advierto un arroyo de sangre negruzca que se va extendiendo por la alfombra en dirección a la puerta… Alocado por semejante sucesión de pavorosos acontecimientos, vuelvo a disparar sobre el herido que sangra. El herido enmudece. Lo he matado sin duda. Pero, simultáneamente, un libro cae del estante, rodando como una pelota. Echo a correr tras de él y lo sujeto con la punta del zapato. No tiene páginas; no resta de él sino la cubierta. Y es mío. Es mi primer libro. También está tinto en sangre.

Comprendo sin ningún titubeo:

“Lo he matado.”

Luego aquellos seres que me acechan, aquellos monstruos infernales que me rondan son mis libros. Mis libros todos.

¡Cincuenta!

Preso de un valor repentino, recorro la biblioteca disparando a diestra y siniestra. El estampido de las detonaciones se confunde con los ayes lastimeros de las víctimas que van cayendo. Pronto la alfombra es un gran lago de sangre en cuya superficie navegan incontables libros sin páginas: unos, azules, amarillos o blancos; otros, negros, grises, verdes. Tengo un puñado de balas sobre la mesa y las voy consumiendo sin tregua. Diez, veinte, sesenta… Cuando las concluyo, alzo los ojos y observo agitadamente el estante. ¡Maldición! Aún queda un libro. Y una angustia desconocida y loca, una especie de borrachera fabulosa, hace que me tambalee. Como si hubiera caído en mitad de una profunda ciénaga, me siento irremisiblemente perdido. Van agonizando a mis pies las víctimas, con quejidos que parten el alma. La casa, gradualmente, como un mar que se tranquiliza, va quedando en suspenso, quieta. El viento también cede. La lluvia se torna más blanda. Aparece la luna, y en mi fortaleza reina una paz tenebrosa.

—¡Estoy perdido, perdido! —exclamo, oteando al superviviente cuyo espíritu presiento fluctuando.

Lenta, cautelosamente, me dirijo al estante. Dudo repetidas veces. Avanzo. Tomo al cabo el volumen entre mis manos. Lo examino: está intacto.

“Y si lo arrojara por la ventana al vacío, ¿se mataría?”

Avanzo, chapoteando en la sangre. Contemplo de cerca el campo; la melancolía húmeda de la noche, las capas de los árboles meciéndose, meciéndose. Me resuelvo y lanzo el libro contra las rocas. Cuando me vuelvo, un hombre pálido, con el sombrero negro sobre las cejas, está frente a mí. Doy un grito, reconociéndole al punto: es el ladrón misterioso de las manos enguantadas. Sonríe ante mi pánico, y yo le pregunto con el acento más tierno del mundo:

—Perdone. ¿Deseaba usted robar alguna cosa?

Me desmayo.

Y cuando sé de mí otra vez, voy a campo traviesa, bajo la luna mágica, en pleno bosque, perseguido por una multitud de seres que aúllan, gimen o blasfeman, enloquecidos por la ansiedad de atraparme.

“¡Son los personajes de mis libros que han escapado! —pienso sin reflexionar—. ¡Se han salvado! ¡Lograron huir a tiempo!”

A lo lejos, mi casa envuelta en llamas ilumina la noche, y yo corro despavorido, saltando arroyos y muros, empalizadas y simas, dejando parte de mis ropas enredadas en los matorrales, desgarrándome los párpados con las ramas de los árboles. Corro en silencio, medio muerto de miedo, casi asfixiado, blanco como un cadáver escapado del sepulcro. Y detrás, a diez o quince pasos, una muchedumbre compacta de monstruos alarga hacia mí sus miembros: son vírgenes desdentadas y sin cabello; hombres famélicos y enlutados; perros sarnosos cubiertos de pústulas y vejigas; resucitados, con los tejidos colgantes y vacíos; microcéfalos lascivos, con las ingles llenas de ronchas; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; machos cabríos, monjas, serpientes, exvotos, lechuzas, vinateros, átomos… Me persiguen y están a punto de darme alcance, cuando descubro a mis plantas una cavidad impresionante, iluminada tenuemente por la luna. Abajo ruge el mar, contorsionándose. Tiembla un barco en el horizonte. Se alargan las rocas hacia el cielo. Pero no se columbra una estrella. Vacilo ante aquella negrura caótica, mirando con pavor hacia atrás: un círculo de tentáculos erizados o gelatinosos se va estrechando en torno mío. Desgarro mis pulmones con un grito y me precipito al vacío. La velocidad me aturde… no alcanzo a respirar… veo luces, luces, todas gemelas… la atmósfera es cada vez más densa… Algo se dilata…

Transcurre el tiempo.

Y cuando mí cuerpo se estrella contra el lomo de las olas, sumergiéndose en un embudo de espuma, una voz ultrahumana se desploma de las alturas, sobresaltando a los que duermen:

— ¡Histéricoooo!

Abro los ojos con desconfianza y veo al doctor junto a mí; a mi padre, a la madrecita, a mis siete hermanos. Soy aún un adolescente y me duele aquí, aquí en el hombro.

Entonces el doctor me observa preocupadamente, me levanta con cuidado los párpados, me acerca una lamparita que huele a éter, y exclama:

—¡Ha muerto!

Mi familia, en pleno, cae por tierra de rodillas, sollozando o lanzando gritos frenéticos.

Mas, en cuanto a mí, me siento perfectamente.

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