28 oct 2013

Continuidad de los parques

Julio Cortázar



Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

21 oct 2013

La historia según Pao Cheng

Salvador Elizondo



En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a adivinar el futuro en el caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua, sin embargo, pronto hicieron vagar sus pensamientos. Olvidándose poco a poco de las manchas en la concha de tortuga. Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. “Como las hondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece al fluir; pronto se convierte en gran caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y luego desciende otra vez convertido en este mismo arroyo…” Éste era, más o menos, el curso de sus ideas y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la traslación de los demás astros y la rotación propia de la galaxia y del mundo: “¡Bah! –exclamó–, este modo de pensar en las estrellas me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que son el centro inmóvil y el eje en torno al que giran todas las humanidades que existen…” Y al pensar en los hombres volvió a pensar en la historia. Desentrañó, como si estuvieran grabados en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de los milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de caer a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confundirse con la ruina y la escoria de las generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese porvenir imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención; su divagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si esa ciudad encerrara el enigma directamente relacionado con su persona. Aguzó la mirada interior y trató de penetrar todos los accidentes de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tan grande que se sentía caminar por sus calles; levantaba la vista azorado ante la grandeza de las construcciones y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose con sus habitantes ataviados con extraña vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que, de pronto, se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos de un misterio que lo atraía irresistiblemente. Por una de las ventanas del edificio pudo vislumbrar un hombre que estaba escribiendo. En ese momento Pao Cheng sintió que allí pasaba algo que le interesaba íntimamente. Cerró los ojos y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató de penetrar con el pensamiento en el interior de esa habitación en la que el hombre estaba escribiendo. Por un esfuerzo de la imaginación se elevó del pavimento y cruzó el reborde de la ventana que estaba abierta, por la que se colaba una brisa fresca que hacía temblar la cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían apiladas sobre la mesa. Conteniendo la respiración, Pao Cheng se acercó al hombre cautelosamente y se asomó por encima de sus hombros. El hombre no hubiera notado su presencia pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo significado todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco que ardía en un extremo y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boa y por las narices; luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas que yacían en desorden. Comenzó a descifrar las palabras que estaban escritas en ellas y su rostro se nubló. Un escalofrío de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. “Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La historia según Pao Cheng y trata de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en…” “¡Luego yo soy el recuerdo de ese hombre y si es hombre me olvida moriré!...”

El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió en ese momento que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecía.

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