25 ago 2014

Cuál es la onda


José Agustín



“Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala”. Guillermo Cabrera Infante: Tres tristes tigres.

“Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why. Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must die”. Bertolt Brecht y Kurt Weill según the Doors.




Requelle sentada, inclinando la cabeza para oír mejor.
Mesa junto a la orquesta, pero muy.
Requelle se volvió hacia el baterista y dirigió, con dedos sabios, los movimientos de las baquetas.
Su badness, esta niña
está lo que se dice: pasada,
pero Oliveira, el baterista, muy estúpido como nunca debe esperarse en un baterista, se equivocaba.
Equivocábase, diría ella.
Requelle se hallaba sobria, bien
sobria, quizá sólo para llevar la contraria a los muchachos que la invitaron al Prado Floresta. Ellos bailaban y reían y bebían disfrutando de Una Noche Fuera Estamos Cabareteando y Cosas De Esa Onda.
Cuál es la onda, no dijo nadie.
Pero olvidémonos de ellos y de Nadie: Requelle es quien importa; y el baterista, puesto que Requelle lo dirigía.
Una pregunta: querida,
cara Requelle, puedes afirmar
que estás haciendo lo debido;
es decir; tus amigos se van a
enojar.
Requelle miró con ojos húmedos el cuero golpeadísimo del tambor; y aunque no lo puedan imaginar —y seguramente no podrán— se levantó de la silla —claro— y fue hasta el baterista, le dijo:
me gustaría bailar contigo.
Él la miró quizá con fas-
tidio, más bien sin interés, sin verla; a fin de cuentas la miró como diciendo:
pero niñabonita, no te das cuenta de que estoy tocando.
Requelle, al ver la mirada, supuso que Oliveira quiso agregar:
música mala, de acuerdo, pero ya que la toco lo menos que puedo hacer es echarle las ganas.
Requelle no se dio por aludida ante la muda respuesta
(dígase: respuesta muda, no
hay por qué variar el orden
de los facs aunque no alteren
el resultado).
Simplemente
permaneció al lado de Baterista, sin saber que se llamaba Oliveira; quizá de haberlo sabido nunca se habría quedado allí, como niña buena.
El caso es que Baterista nunca pareció advertir la presencia de la muchacha, Requelle, toda fresca en su traje de noche, maquillada apenas como sólo puede pintarse una muchacha que no está segura de ser bonita y desconfía de Mediomundo.
Requelle se habría sorprendido si hubiese adivinado que Oliveira Baterista pensaba:
qué muchacha tan atractiva, otra que se me escapa a causa de los tambores
(de tontos tamaños,
diría Personaje).
Cuando, un poco sudoroso pero no dado a la desgracia, Oliveira terminó de tocar, Requelle, sin ningún titubeo, decidió repetir, repitió:
me gustaría bailar contigo;
no dijo:
guapo,
pero la mirada de Requelle parecía decirlo.
Oliveira se sorprendió al máximo, siempre se había considerado el abdominable yetis Detcétera. Miró a Requelle como si ella no hubiera permanecido, de pie, junto a él casi una hora.
(léase horeja, por aquello
de los tamborazos).
Sin decir una palabra (Requelle ya lo consideraba cuasimudo, tartamudo, pues) dejó los tambores, tomó la
mano de Requelle,
linda muchacha, pensó,
y sin más la condujo hasta la pista.
Casi estaban solos: para entonces tocaba una orquesta peor y quién de los monos muchachos se pararía a bailar bajo aquella casimúsica.
Oliveira Baterista y Linda Requelle sí lo hicieron: es más, sin titubeos, a pesar de las bromas poco veladas, más bien obvias, de los conocidos requellianos desde la mesa:
ya te fijaste en la Requelle
siempre a la caza demo-
ciones fuertes
fuerte tu olor
bella Erre con quién fuiste a caer.
Erre no dio importancia a las gritadvertencias y bailó con Oliveira.
Bríncamo, gritó alguien de la orquestavaril y el ritmo, lamentablemente sincronizado, se disfrazó de afrocubano: en ese momento Requelle y Oliveira advirtieron que estaban solos en la pista y decidieron hacer el show, jugar a Secuencia de Film Sueco; esto es:
Oliveira la tomó
gentilmente y atrajo el cuerpecito fragante y tembloroso, que a pesar de los adjetivos anteriores, no presentó ninguna resistencia.
Entonces siguieron los ejejé
ejejé
ándale te vamos a acusar con Mamis
muchachita
destrampada
Requelle, como buena niña destrampada, no hizo caso; sólo recargó su cabeza en el hombro olivérico y se le ocurrió decir:
quisiera leer tus dedos.
Y lo dijo, es decir, dijo:
quisiera leerte los dedos.
Oliveira o Baterista o Cuasimudo para Erre, despegó la mejilla y miró a la muchacha con ojos profundos, conmovidos y sabios al decir:
me cae que no te entiendo.
Sí, insistió Erre con Erre, quisiera leer tus fingers.
La mand, digo, la mano querrás decir.
Nop, Cuasi, yo sé leer la mano: en tu caso quisiera leerte los dedos.
Trata, pecaminosa, pensó Oliveira.
pero sólo dijo:
trata.
Aquí, imposible, my queridísimo.
I wonder, insistió Oliveira, why.
You can wonder lo que quieras, arremetió Requelle, y luego dijo: con los ojos, porque en realidad no dijo nada:
porque aquí hay unos imbéciles acompañándome, chato, y no me encontraría en la onda necesaria.
Y aunque parezca inconcebible, Oliveira —sólo-un-bate-rista— comprendió; quizá porque había visto Les Cousins
(sin declaración conjunta)
y su-
ponía que en una circunstancia de ésas es riguroso saber leer los ojos. Él supo hacerlo y dijo:
alma mía, tengo que tocar otra vez.
Yo, aseguró Requelle muy seria, dejaría todo sabiendo lo que tengo entre manos.
Faux pas, porque Oliveira quiso saber qué tenía entre manos y la abrazó: así:
la abrazó.
Uy, pensó Muchacha Temeraria, pero no protestó para parecer muy mundana.
Tú victorias, gentildama, al carash con mi laboro.
Se separaron
(o separáronse, para evitar
el sesé):
Olivista corrió a la calle con el preolímpico truco de comprar cigarros y la buena de Requelle fue a su mesa, tomó su saco (muy marinero, muy buenamodamod), dijo:
chao conforgueses
a sus amigos azorados y salió en busca de Baterista Irresponsable. Naturalmente lo encontró, así como se encuentra la forma de inquirir:
ay, hija mía, Requelle, qué
haces con ese hombre, tanto
interés tienes en este patín.
Requelle sonrió al ver a Oliveira esperándola: una sonrisa que respondía afirmativamente a la pregunta anterior sin intuir que patín puede ser, y debe de, lo mismo que:
onda,
aventura, relajo, kick, desmoñe, et caetera,
en este caló tan
expresivo y ahora literario.
El problema que tribulaba al buen Olivista era:
do debo llevar a esta niña guapa.
Optó, como buen baterista, por lo peor: le dijo
(o dijo, para qué el le):
bonita, quieres ir a un hotelín.
Ella dijo sí para total sorpresa de Oliconoli y aun agregó:
siempre he querido conocer un hotel de paso, vamos al más de paso.
Oliveira, más que titubeante, tartamudeó:
tú lo has dicho.
¡Oliveira cristiano!
Quiso buscar un taxi, roído por los nervios
(frase para exclusivo solaz
de lectores tradicionales),
pero Libre no
acudió a su auxilio.
Buen gosh, se dijo Oliverista. No recordaba en ese momento ningún hotel barato por allí. Dijo entonces, muy estúpidamente:
vamos caminando por Vértiz, quien quita y encontremos lo que buscamos y ya solitos gozaremos de lo que hoy apetecemos, qué dice usted, muchachita, si quiere muy bien lo hacemos.
Híjole, susurró Requelle expresiva.
Hotel Joutel, plañía Oliveira al no saber qué decir. Sólo musitó:
tú estudias o trabajas.
Tú estudias o trabajas, ecoeó ella.
Bueno, cómo te llamas, niña.
Niña tu abuela, contestó Requelle, ya estoy grandecita y tengo buena pierna, de lo contrario no me propondrías un hotel-quinientospesos.
De acuervo, accedió Oliveira, pero cómo te apelas.
Yo no pelo nada.
Cómo te haces llamar.
Requelle.
¿Requejo?
No: Requelle, viejo.
Viejos los cerros.
Y todavía dan matas, suspiró Requelle.
Ay me matates, bromeó Oliqué sin ganas.
Cuáles petates, dijo Req Ingeniosa.
Mal principio para Granamor, agrega Autor, pero no puede remediarlo.
Requelle y Oliveira caminando varias cuadras sin decir palabra.
Y los dedos, al fin preguntó Olidictador.
Qué, juzgó oportuno inquirir Heroína.
Digo, que cuándo vas a leerme los dedos.
Eso, en el hotel.
Jajajó, rebuznó Oliclaus sin cansancio hasta que vio:
Hotel Esperanza.
y Olivitas creyó leer momentáneamente:
te cayó en el Floresta dejaste a su orquesta mete pues la panza y adhiérete a la esperanza.
Esperanza. Esperanza.
¡Cómo te llamas!, aulló Baterista.
Requelle, ya díjete.
Sí, ya dijísteme, suspiró el músico,
cuando pagaba los
dieciocho pesos del hotel, sorprendido porque Requelle ni siquiera intentó ocultarse, sino que sólo preguntó:
qué horas no son,
e Interpelado respondió:
no son las tres; son las doce, Requita.
Ah, respondió Requita con el entrecejo fruncido, molesta y con razón:
era la primera vez que le decían Re-
quita.
Dieciséis, anunció el empleado del hotel.
No dijo dieciocho.
No, dieciséis.
Entonces le di dos pesos de más.
Ja ja. Le toca el cuarto dieciséis, señor.
Dijo señor con muy mala leche, o así creyó pertinente considerarlo Baterongo.
Segundo piso a la izquierda.
A la gaucha, autochisteó Requelle,
y claro: la respuesta:
es una argentina.
No; soy argentona, gorila de la Casa Rosada.
Riendo fervientemente, para
sí misma.
Oliveira, a pesar de su nombre, se quitó el saco y la corbata, pero Requita no pareció impresionarse. El joven músico suspiró entonces y tomó asiento en la cama, junto a Niña.
A ver los dedos.
Tan rápido, bromeó él.
No te hagas, a lo que te traje, Puncha.
Con otro suspiro —más bien berrido a pesar de la asonancia— Oliveira extendió los dedos.
Uno dos tres cuatro cinco. Tienes cinco, inteligenteó ella, sonriendo.
Deveras.
Cinco años de dicha te aguardan.
Oliveira contó sus dedos también, descubrió que eran cinco y pensó:
buen grief, qué inteligente es esta muchacha;
más bien
lo dijo.
Forget el cotorreo, especificó Requelle.
Bonito inglés, dónde lo aprendiste.
Y Requelle cayó en Trampa al contar:
oldie, estuve siglos que literalmente quiere decir centuries en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales Hamburgo casi esquina con Genova buen cine los lunes.
Relaciones sexuales, casi dijo Oliveto, pero se contuvo y prefirió:
eso es todo lo que te sugieren mis dedos.
A Requelle, niña lista, le pareció imbécil la alusión y dijo:
nanay, músico; y más y más: tus dedos indican que tienes una alcantarilla en lugar de boca y que eres la prueba irrefutable de las teorías de Darwin tal como fueron analizadas por el Tuerto Reyes en el Colegio de México y que deberías verte en un espejo para darte de patadas y que sería bueno que cavaras un foso para en, uf, terrarte y que harías mucho bien ha, aj aj, ciendo como que te callas y te callas de a deveras y todo lo demás, es decir, o escir: etcétera.
No entiendo, se defendió él.
Claro, arremetió Requelle Sarcástica, tú deberías trabajar en un hotel déstos.
Dios, erré la vocación.
Tú lo has dicho.
¡Requelle, cristiana!
Para entonces —como pueden imaginarse aunque seguramente les costará trabajo— Requelle no consideraba ni mudo ni tartaídem a Oliveira, así es que preguntó, segura de que obtendría una respuesta dócil:
y tú cómo te llamas.
Oliveira, todavía.
Oliveira Todavía, ah caray, tu nombre tiene cierto pedigree, te quiamas Oliveira Todavía Salazar Cócker.
Sí, Requelle Belle dijo él con galantería, y vaticinó:
apuesto que eres una cochina intelectual.
Claro, dijo ella, no ves que digo puras estupideces.
Eso mero; digo, eso mero pensaba; pues chócala, Requilla, yo también soy intelectual, músico de la nueva bola y todo eso.
Intelectonto, Olivista: exageras diciendo estupideces.
Así es, pero no puedo evitarlo: soy intelectual de quore matto; pero dime, Rebelle, quiénes eran los apuestos imbéciles que acompañábante.
Amigos míos eran y de Las Lomas, pero no son intelojones.
Ni tienen, musitó Oliveira Lépero.
Y aunque parezca
increíble, Muchacha comprendió.
Y hasta le dio gusto,
pensó:
qué emoción, estoy en un hotel con un tipo ingenioso y hasta gro
se
ro
te.
Olilúbrico, la mera verdad, miraba con gula los muslos de Requelle. Pero no sabía qué hacer.
Je je, asonanta Autor sin escrúpulos.
Oliveira optó por trucoviejo.
Me voy a bañar, anunció.
Te vas a qué.
Es questoy muy sudado por los tamborazos, presumió él, y Requelle estuvo de acuerdo como buena muchachita inexperimentada.
Sin agregar más, Oliveira esbozó una sonrisacanalla y se metió en el baño,
a pesar de la molestia que
nos causa el reflexivo, puesto
que bien se pudo decir simple-
mente y sin ambages: entró en
el baño.
El caso et la chose es que se metió y Requelle lo escuchó desvestirse, en verdad:
oyó el ruido de las prendas
al caer en el suelo.
Y lo único que se le ocurrió fue ponerse de pie también, y como quien no quería la cosa, arregló la cama:
y no sólo extendió las colchas
sino que destendió la
cama para poder tenderla otra vez,
con sumo dete-
nimiento.
Híjole, quel bruta soy, pensaba al oír el chorro de la regadera. Mas por otra parte se sentía molesta porque el cuarto no era tan sucio como ella esperaba.
(Las cursivas indican énfa-
sis; no es mero capricho, estúpi-
dos.)
Hasta tiene regadera, pensó incómoda.
Pero oyó:
ey, linda, por qué no vienes paca paplaticar.
Papapapapá, rugió una ame-
tralladora imaginaria, con la
cual se justifica el empleo cí-
nico de los coloquialismos.
Requelle no quiso pensar nada y entró en el baño
(¡al fin: es decir: al fin
entró en el baño)
para contemplar una cortina plus que sucia y entrever un cuerpo desnudo bajo el agua que no cantaba emon baby light my fire.
Hélas, pensó ella pedantemente, no todos somos perfectos.
Tomó asiento en la taza del perdonado tratando de no quedarse bizca al querer vislumbrar el cuerpo desnudo de, oh Dios, Hombre en la regadera.
(Prívate joke dedicado a John
Toovad. N. del traductor.)
Él sonreía, y sin explicárselo, preguntó:
por qué eres una mujer fácil, Rebelle.
Por herencia, lucubró ella, sucede que todas las damiselas de mi tronco genealógico han sido de lo peor. Te fijas, dije tronco en vez de árbol, la Procuraduría me perdone; hasta esos extremos llega mi perversión.
And how, como dijera Jacqueline Kennedy; comentó Oliveira Limpio.
Y sabes cuál es el colmo de mi perversión, aventuró ella.
Pues, no la respuesta.
Olito, el colmo de mi perversión es llegar a un hotel de a peso
De a dieciocho.
Bueno, de a dieciocho; estar junto a un hombre desnudo, tras una cortina, de acuerdo, y no hacer niente, ríen, nichts, ni soca. Qué tal suena.
Oliveira quedó tan sorprendido ante el razonamiento que pensó y hasta dijo:
a ésta yo la amo.
dijo, textualmente:
Requelle, yo te amo.
No seas grosero; además no tengo ganas, acabo de explicártelo.
Te amo.
Bueno, tú me hablas y yo te escucho.
No, te amo.
No me amas.
Sí, sí te amo, después de una cosa como ésta no puedo más que amarte. Sal de este cuarto, vete del hotel, no puedo atentar contra ti; file, scram, pírate.
Estás loco, Olejo; lo que considero es que si ya estás desudado podemos volver al Floresta.
Deliras, Requita, no ves que me escapé.
Se dice escápeme.
No ves que escápeme.
No veo que escapástete.
Bueno, darlita, entonces podemos ir a otro lugar.
A tu departamento, porjemplo, Salazar.
No la amueles, almademialma, mejor a tu chez.
En mi casa está toda mi familia: ocho hermanos y mis papas.
¡Ocho hermanos!
¡Ocho hermanos…!
Yep, mi apa está en contra de la píldora; pero explica: qué tiene de malo tu departamento.
Ah pues en mi departamento están mi mamá, mi tía Irene y mis dos primas Renata y Tompiata: son gemelas.
Incestuoso, acusó ella.
Mientes como cosaca, ya conocerás a mis primuchas, son el antídoto más eficaz contra el incesto: me gustaría presentárselas a algunos escribanos mexicones.
Entonces a dónde vamos a ir.
Podemos ir a otro hotel,
bromeó Oliveira.
Perfecto, tengo muchas ganas de conocer lugaresdeperdición, aseguró Requelle sin titubeos.
Baterista
vestido, sin permitir que ella atisbara su cuerpo desnudo: no por decencia, sino porque le costaba trabajo estar sumiendo la panza todo el tiempo.
Hábil y necesaria observación:
Requelle, mide las conse-
cuencias de los actos con las
cuales estás infringiendo nues-
tras mejores y más sólidas tra-
diciones.
Los dos caminando por Vértiz, atravesando Obrero Mundial, el Viaducto, o
el Viaduto como dijo él
para que ella contestara
ay cómo eres lépero tú,
y la avenida Central.
Sabes qué, principió Baterista, estamos en la regenerada colonia Buenos Aires; allá se ve un hotel.
Allá vese un hotel.
Está bien: allá vese un hotel. Quieres ir.
Juega, enfatizó Requelle; pero yo pago, si no vas a gastar un dineral.
No te preocupes, querida, acabo de cobrar.
Any old way, yo pago, seamos justos.
Seamos: al fin perteneces al habitat Las Lomas, sentenció Oliveira sonriendo.
La verdad es que se equivocaba y lo vino a saber en el cuarto once del hotel Buen Paso.
Requelle explicó:
a su familia de rica sólo le quedan los nombres de los miembros.
Estás bien acomodada, deslizó él pero Niñalinda no entendió.
Como queiras, Oliveiras.
Pero cómo que no eres rica, eso sí me alarma, preguntó Oliveira después de que ella confesó que
lo de los ocho hermanos no era mentira y que, ay, se llamaban
Euclevio, alma fuerte,
Simbrosio, corazón de roca,
Everio, poeta deportista,
Leporino, negro pero noble,
Ruto, buen cuerpo,
Ano, pásame la sal,
Hermenegasto, el imponente,
y
ella,
Requelle.
Ma belle, insistió él, amándola verdaderamente.
Se lo dijo.
te amo, dijo.
Ella empezó a excitarse quizá porque el cuarto había costado catorce pesos.
Dame tu mano, pidió.
Sinceramente preocupada.
Él la tendió.
Y Requelle se puso a estudiar las líneas, montes, canales, y supo
(premonición):
este hombre morirá de leucemia, oh Dios, vive en Xochimilco, poor darling, y batalla todas las noches para encontrar taxis que no le cobren demasiado por conducirlo a casa.
Como si leyera su pensamiento Olivín relató:
sabes por qué conozco algunos hoteluchos, miamor, pues porque vivo lejos, que no far out, y muchas veces prefiero quedarme por aquí antes de batallar con los taxis para que me lleven a casa.
Premonición déjà ronde.
Requelle lo miró con ojos húmedos, a punto de llorar: dejó de sentirse excitada pero confirmó amarlo.
lo puedo llegar a amar en todo caso, se aseguró
En el hotel Nuevoleto.
Por qué dices que tu familia sólo es rica en los nombres.
Pues porque mi papito nos hizo la broma siniestra de vivir cuando estaba arruinado, tú sabes, si se hubiera muerto un poquito antes la fam habría heredado casi un milloncejo.
Pero tú no quieres a tu familia, gritó Oliveira.
Pero cómo no, contragritó ella, son tantos hermanos plus madre y padre que si no los quisiera me volvería loca buscando a quién odiar más.
Transición requelliana:
mira, músico, lo grave es que los quiero, porque si no los quisiera sería una niña intelectual con bonitos traumas y todo eso; pero dime, tú quieres a tu madre y a tus primas y a tu tía.
Dolly in de la Smith Corona-
250 sin rieles, en la mano,
hasta encuadrar en bcu el ros-
tro —inmerso en el interés—
de Heroína.
A mi tía no, a mis primas regular y a mami un chorro.
Ves cómo tenía razón al hablar de incesto.
Ah caray, nada más porque he fornicado cuatrocientas doce veces con mein Mutter me quieres acusar dincesto; eso no se lo aguanto a nadie; bueno, a ti sí porque te amo.
No no no, viejecín, out las payasadas y explica: cómo llegaste a baterista si deveras quieres a tu fammy.
Pues porque me gusta, ah qué caray.
¿Eh?
Eh.
Dios tuyo, qué payasa eres, amormío, hasta parece que te llamas Requelle la Belle.
Si me vuelves a decir la Belle te muerdo un tobillo, soy fea fea fea aunque nadie me lo crea.
estás loquilla, Rejilla, eres bonitilla; además, son palabras que van muy bien juntas.
Requelíe se lanzó a la pierna de Oliveira con rapidez fulminante
(rápida como fulminante)
y le mordió un tobillo.
Baterista gritó pero luego se tapó la boca, sintiendo deseos de reír y de hacer el amor confundidos con el dolor, puesto que Bonita seguía mordiéndole el tobillo con furia.
Oye, Requelle.
Mmmmm, contestó ella, mordiéndolo.
Hija, no exageres, te juro que me está saliendo sangre.
Mmmjmmm, afirmó ella, sin dejar de morder.
Fíjate, observó él aguantando las ganas de gritar por el dolor; que me duele mucho, seria mucha molestia para ti dejar de morderme.
Requelle dejó de morderlo;
ya me cansé, fue todo lo que dijo.
Y los dos estudiaron
con detenimiento las marcas de las huellas requellianas.
Requelita, si me hubieras mordido un dedo me lo cortas.
Ella rió pero calló en el acto cuando
tocaron
la
puerta.
Ni él ni ella aventuraron una palabra, sólo se miraron, temerosos.
Oigan, qué pasahi, por qué gritan.
No es nada no es nada, dijo Oliveira sintiéndose perfectamente idiota.
Ah bueno, que no pueden hacer sus cosas en silencio.
Sus cosas, qué desgraciado.
Unos pasos indicaron que el tipo se iba, como inteligentemente descubrieron Nuestros Héroes.
Qué señor tan canalla, calificó Requelle, molesta.
y tan poco objetivo, dijo él.
para agregar sin transición:
oye, Reja, por qué te enojas si te digo que eres bonita.
Porque soy fea y qué y qué.
Palabra que no, cielomío, eres un cuero.
Si insistes te vuelvo a morder, yo soy Fea, Requelle la Fea; a ver, dilo, cobarde.
Eres Requelle la Fea.
Pero de cualquier manera me quieres; atrévete a decirlo, retrasado mental, hijo del coronel Cárdenas.
Pero de cualquier maniobra de amo.
Ab, me clamas.
Te amo y te extraño, clamó él.
Te ramo y te empaño, corrigió ella.
Te ano y te extriño, te mamo y te encaño, te tramo y te engaño, quieres más, ahí van
Te callas o té pego, sí o no; amenazó Requelle.
Clarines dijo Trombones.
Caray, viejito, ya te salió el pentagrama y la mariguana.
Y esta réplica permitió a Oliveira explicar:
adora los tambores, comprende que no se puede hacer gran cosa en una orquesta pésima como en la que toca y tiene el descaro de llamarse Babo Salliba y los Gajos del Ritmo.
Los Gargajos del Rismo deberíamos llamarnos, aseguró Oliveira. Sabes quién es el amo, niñadespistada, agregó, pues nada menos que Bigotes Starr y también este muchacho Carlitos Watts y Keith Moon; te juro, yo quisiera tocar en un grupo de esa onda.
Ah, eres un cochino rocanrolero, agredió ella, qué tienes contra Mahler.
Nada, Rävel, si a ti te gusta: lo que te guste es ley para mich.
Para tich.
Sich.
Uch.
Noche no demasiado fría.
Caminaron por Vértiz y con pocos titubeos se metieron
(se adentraron, por qué no)
en la colonia de los Doctores.
Docs, gritó Oliveira Macizo, a cómo el ciento de demeroles, pero Requelle:
seria.
En el hotel Morgasmo.
Ella decidió bañarse, para no quedar atrás.
No te vayas a asomar porque patéote, Baterongo.
Sus reparos eran comprensibles porque no había cortina junto a la regadera.
Regadera.
Oliveira decidió que verdaderamente la amaba pues resistió la tentación de asomarse para vislumbrar la figura delgadita pero bien proporcionada de su Requelle.
Oh, Goshito, es mi Requelle;
tantas mujeres he conocido y vine a parar con una Requelle Trésbelle; así es la vida, hijos míos y lectores también.
En este momento Oliveira se
dirige a los lectores:
oigan, lectores, entiendan que es mi Requelle; no de ustedes, no crean que porque mi amor no nació en las formas habituales la amo menos. Para estas alturas la amo como loco; la adoro, pues. Es la primera vez que me sucede, ay, y no me importa que esta Requelle haya sido transitada, pavimentada, aplaudida u ovacionada con anterioridad. Aunque pensándolo bien… Con su permisito, voy a preguntárselo.
Oliveira se acercó cauteloso a la puerta del baño.
Requelle. Requita.
No hubo respuesta.
Oliveira carraspeó y pudo balbucir:
Requelle, contéstame; a poco ya te fuiste por el agujero del desagüe.
No te contesto, dijo ella, porque tú quieres entrar en el baño y gozarme; quieto en esa puerta, Satanás; no te atrevas a entrar o llueve mole.
Requelle, perdóname pero el mole no llueve.
Olito, ésa es una expresión coloquial mediante la cual algunas personas se enteran de que la sangre brotará en cantidades donables.
Sí, y ése es un lugar común.
Aj, de lugarcomala a coloquial hay un abismo y yo permanezco en la orilla.
Ésa es una metáfora, y mala.
No, ése es un aviso de que te voy a partir die Mutter si te atreves a meterte.
No, vidita, cieloazul, My Very Blue Life, sólo quise preguntar, pregunto: cuántos galanes te has cortejado,
a quiénes
de ellos has amado,
hasta qué punto con ellos has llegado, qué sientes hacia este pobre desgraciado.
No siento, lamento: que seas tan imbécil y rimes al preguntar esas cosas.
Requelle Rubor.
Oliveira explicó que le interesaban y para su sorpresa ella no respondió.
Baterista consideró entonces que por primera vez se encontraba ante una mujer de mundo, con pasado-turbulento.
Requelle entró en el cuarto con el pelo mojado pero perfectamente vestida, aun con medias y bolsa colgante en el brazo.
Brazo.
Oye, Requeja, tú eres una mujer de mundo.
Yep, actuó ella, he recorrido los principales lenocinios Doriente, pero sin talonear: acompañada por los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo.
Eso, Requi, te lo credo.
Ya no te duele el tobillo.
Y cómo, cual dijo la hija de Monseñor.
Efectivamente el tobillo le ardía y estaba hinchado.
Ella condujo a Oliveira hasta el baño y le hizo alzar el pie hasta el lavabo para masajear el tobillo con agua tibia.
Mi muerte, Requeshima miamor, clamó él; no sería más fácil que yo pusiera el pie en la regadera.
A pesar de tu pésima construcción, tienes razón, Olivón.
Qué tiene de mala mi constitución, quieres un quemón.
Y como castigo a un juego de palabras tan elemental, Requelle le dejó el pie en el lavabo.
Exterior. Calles lóbregas
con galanes incógnitos de
la colonia Obrera. Noche.
(Interior. Taxi. Noche.)
[0 back proyection.]
El radiotaxí llegó en cinco minutos. Requelle, pelo mojado subió sin prisas mientras, cortésmente, Oliveira le abría la puerta.
Chofer con gorrita a cuadros, la cabeza de un niño de plástico incrustada en la palanca de velocidades, diecisiete estampitas de vírgenes con niñosjesuses y sin ellos, visite la Basílica de Guadalupe cuando venga a las olimpiadas, Protégeme santo patrono de los choferes, Cómo le tupe la Lupe; calcomanías del América América ra ra ra, chévrolet 1949.
A dónde, jovenazos.
Oliveira Cauto,
Sabe usted, estimado señor, estamos un poco desorientados, nos gustaría localizar un establecimiento en el cual pudiésemos reposar unas horas.
Híjole, joven, pues está canijo con esto de los hoteles; la mera verdad a mí me da cisca.
Pero por qué señor.
Requelle Risitas.
Pues porque usted sabe que ésa no es de atiro nuestra chamba, digo si usted me dice a dónde, yo como si nada, pero yo decirle se me hace gacho sobre todo si trae usted una muchachita tan tiernita como la que trae.
Hombre, pero usted debe de conocer algún lugar.
Pos sí pero como que no aguanta, imagínese.
Me imagino, dijo Requelle automáticamente.
Además luego como que se arman muchos relajos, ve usted, la gente se porta muy lépera y tovía quiere que uno entre en uno de esos moteles como los de aquí con garash de la colonia ésta la Obrera y pues uno nomás tiene la obligación de andar en la calle, no de meterse en el terreno particular, ah qué caray.
Perdone, señor, pero nosotros realmente no tenemos deseos de que usted entre en ningún hotel, sino que sólo nos deje en la puerta.
Híjole, joven, es que deveras no aguanta.
Mire, señor, con todo gusto le daremos una propina por su información.
Así la cosa cambea y varea, mi estimado, nomás no se le vaya a olvidar. Uno tiene que ganarse la vida de noche y casi no hay pasaje, hay veces en que nos vamos de oquis en todo el turno.
Claro.
Ahora verá, los voy a llevar al hotel de un compadre mío que la mera verdad está muy decente y la señorita no se va a sentir incómoda sino hasta a gusto. Hay agua caliente y toallas limpias.
Requelle aguantando la risa.
No sirve su radio, señor, curioseó Requelle.
No, señito, fíjese que se me descompuso desde hace un año y sirve a veces, pero nomás agarra la Hora nacional.
Es que ha de ser un radio armado en México.
Pues quién sabe, pero es de la cachetada prender el radío y oír siempre las mismas cosas, claro que son cosas buenas, porque hablan de la patria y de la familia y luego se echan sentidos poemas y así, pero luego uno como que se aburre.
Pues a mí no me aburre la Hora nacional, advirtió Requelle.
No no, si a mí tampoco, es cosa buena, lo que pasa es que uno oye toda esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista en todas partes, porque a poco no es cierto que a uno lo cansan con toda esa habladera. En los periódicos y en el radio y en la tele y hasta en los excusados, perdone usted, señorita, dicen eso. A veces como que late que no ha de ser cierto si tienen que repetirlo tanto.
Pues para mí sí hacen bien repitiéndolo, dijo Requelle, es necesario que todos los mexicanos seamos conscientes de que vivimos en un país ejemplar.
Eso sí, señito, como México no hay dos. Por eso hasta la virgen María dijo que aquí estaría mucho mejor, ya ve que lo dice la canción.
Oliveira Serio y Adulto.
Es verdaderamente notable encontrar un taxista como usted, señor, lo felicito.
Gracias, señor, se hace lo que se puede. Nomás quisiera hacerle una pregunta, si no se ofende usted y la señito, pero es para que luego no me vaya a remorder la conciencia.
El auto se detuvo frente a un hotel siniestro.
Sí, diga, señor.
Es que me da algo así como pena.
No se preocupe. Mi novia es muy comprensiva.
Bueno, señito, usted haga como que no oye, pero yo me las pelo por saber si usted, digo, cómo decirle, pues si usted no va estrenar a la señito.
Eso sí que no, señor, se lo juro. Mi palabra de honor. Sería incapaz.
Ah pues no sabe qué alivio, qué peso me quita de encima. Es así como gacho llevar a una señorita tan decente como aquí la señito para que le den pa sus tunas por primera vez. Usted sabe, uno tiene hijas.
Lo comprendo perfectamente, señor. Ni hablar. Yo también tengo hermanas. Además, mi novia y yo ya nos vamos a casar.
Ah qué suave está eso, señor. Deveras cásense, porque no nomás hay que andar en el vacile como si no existiera Diosito; hay que poner las cosas en orden. Bueno, ya llegamos al hotel de mi compadre, si quieren se los presento para que me los trate a todo dar.
Muchas gracias, señor. No se moleste. Cuánto le debo.
Bueno, ahi usted sabe. Lo que sea su voluntad.
No no, dígame cuánto es.
Hombre, señor, usted es cuate y comprende. Lo que sea su voluntad.
Bueno, aquí tiene diez pesos.
Cómo diez pesos, joven.
Diez pesos está bien, yo creo. Nomás recorrimos como diez cuadras.
Sí pero usted dijo que me iba a dar una buena propela, además los traje a un hotel no a cualquier lugar. Al hotel de mi compadre.
Cuánto quiere entonces.
Cómo que cuánto quiero, no me chingue, suelte un cincuenta de perdida. Usted orita va a gozarla a toda madre y nomás me quiere dar diez pesos. Qué pasó.
Mire usted, cincuenta pesos se me hace realmente excesivo.
Ah ora excesivo, ah qué la canción. Por eso me gusta trabajar con los gringos, en los hoteles, ellos no se andan con mamadas y sueltan la lana. Carajo, yo que creí que usted era gente decente, si hasta viste bien.
Mire, deveras no le puedo dar cincuenta pesos.
Uh pues qué pinche pobretón, para qué llama radio-taxi, se hubiera venido a pata. Déme sus diez pinches pesos y vayase al carajo.
Óigame no me insulte. Tenga respeto, aquí hay una dama.
Una dama, jia jia, eso sí me da una risa; si ni siquiera es quinto.
Mire, desgraciado, bájese para que le parta el hocico.
No se me alebreste, jovenazo; déme los diez varos y ahi muere.
Aquí tiene. Ahí muere.
Ahi muere.
Oliveira y Requelle bajaron del taxi. El chofer arrancó a gran velocidad, gritándoles groserías a todo volumen, para el absoluto regocijo de Héroes.
Hotel Novena Nube,
cualquier cosa nomás écheme un grito. El cuarto treinta y dos, tercer piso, daba a la calle. Dos pesos más.
En la ventana, abrazados, Requelle y Oliveira vieron que un auto criminalmente chocado se las arreglaba para entrar en el garaje de una casa. Al instante, sin ponerse de acuerdo, los dos imitaron un silbato de agente de tránsito y sirenas, y cerraron las cortinas, riendo sin poder contenerse.
Riendo incansablemente.
Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus t r a s c e n d e n t a l e s p r e g u n t a s; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento de la verdad, parafraseando a Jaime Torres.
Y Oliveira acabó inquiriéndose
(¿inquiriéndose?), viendo las preguntas en sobreimposición sobre el rostro (¡rostro!) sonriente
(casi disonante con el úl-
timo gerundio)
y un poco fatigado
(on se peut voir sans aucune
hésitation l’absense de conso-
nance; nota del lector)
de Requelle:
acaso soy un macho mexicón, qué me importa su turbulento pasado si veramente lamo.
Decidió sonreír cuando Requelle descompuso su cara con un sollozo.
Por qué lloras, Requelle.
No lloro, imbécil, nada más sollocé.
Por qué sollozas, Requelle.
Porque se siente muy bonito.
Oh, en serio…
¿En sergio?
Sergio Conavab, a poco lo conoces.
Sí, Oli, me cae mal, es un vicioso y estoy pensando que tú también eres un vicioso.
Qué clase de vicioso; explica, reinísima: vicioso de mora, motivosa, maripola, mostaza, bandón u chanchomón, te refieres a lente oscuro macizo seguro o vicioso de qué, de ácido, de silociba, de mezcalina o peyotuco, porque nada de eso hace vicio.
Vicioso de lo que sea, todos los músicos son viciosos y más los roqueros.
Yo, Requina, sólo me doy mis pases de vez en diario, al grado de que agarro el ondón cuando estoy sobrio, como ahorita; pero no soy un vicioso, y aun si lo fuera ése no es motivo para llorar, sólo un idiota lloraría, como este Sergio Lupanal.
Cuál Sergio Lupanar. No menciones a gente que no conozco, es una descortesía; y además sólo una idiota no lloraría.
Eso es, pero como tú eres inteligente y lumbrera, nada más sollozas; y para tu exclusiva información es mi melancólico deber agregar que te ves bonita sollozando.
Yo no me veo bonita, Oliveira, ya te dije.
No seas payasa, linda, como broma ya atole.
Ya pozole tu familia de Xochimilco.
Mi familia de dónde.
De Xochimilco, no vive en Xochimilco.
Claro que no, vivimos en la colonia Sinatel.
Dónde esta eso.
Por la calzada von Tlalpan, bueno: a la izquierda.
¡Eso es camino a Xochimilco!
Sí, por qué no, pero también es camino a Ixtapalapa, mi queen, y asimismo, a Acapulco pasando por Cuernavaca, Taxco y Anexas el Chico.
Oliveira, tú tienes leucemia, vas a morirte; lo sé, a mí no me engañas.
Nada más tengo legañas; tu lengua en chole, mi duquesa, yostoy sano cual role.
Bonita y original metáfora pero no me convences: vas a morir.
Bueno; si insistes, que sea esta noche y en tus brazos, como dijera el pendejo Evtushenko; ven, vamos a la cama.
No tengo ganas, deveras.
No le hace.
Aparentemente convencida, Requelle se
recostó; cuerpotenso como es de imaginarse,
pero él no intentó nada; bueno:
le acarició un seno con naturalidad y se recargó en el estómago requelliano,
y ella pudo relajarse al ver que Oliveira permanecía quieto.
Sólo musitó, esta vez sinceramente:
siento como si escuchara a Mozart.
Ésas son mamadas, dijo él, déjame dormir.
Y se durmió,
para el completo azoro de Requelle. Primero era muy bonito sentirlo recargado en su estómago, mas luego se descubrió incomodísima;
ahora me siento como perso-
naje de Mary McCarthy,
pero sólo pudo suspirar y decir, suponiéndolo dormido:
Oliveira Salazar, te hablo para no sentirme tan incómoda, déjame te decir, yo estudio teatro con todos los lugares comunales que eso apareja; voy a ser actriz, soy actriz,
soy Requelle Lactriz;
estudio en la Universidad, no fui a Nancy y no lo lamento demasiado. Cuando viva contigo voy a seguir trabajando aunque no te guste, lero lero Olivero buey, mi rey; supongo que no te gustará porque ya desde ahorita muestras tu inconformidad roncando.
La verdad es que Oliveira roncaba pero no dormía
————————————————————al contrario, pensaba:
conque actriz, muy bonito, seguro ya has andado en millones de balinajes, ese medio es de lo peor, my chulis.
Claro que bromeaba, pero luego Oliveira
ya
no
estaba
seguro
de
bromear.
En la móder, soy un pinche clasemedia en el fondo.
Requelle tenía entumido el vientre y se había resignado al sacrificio estomacal cuando, sin ninguna soñolencia, Oliveira se incorporó y dijo casi sin ansiedad:
Requeya, Reyuela, Rayuela, hija de Cortázar; además de ser el amo con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico, órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted percussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encantaría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con el melotrón; y además compongo, mi vida, mi boda, mi bodorria; te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación.
Ay qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada.
Y sigues sin inspirar nada, bonita, digo: feíta, te dije que voy a componerlas, no que lo haya hecho ya.
Mira mira, a poco no te inspiré cuando estabas tocando en el Floresta.
Claro que no.
En la calle, luz del alba.
Tengo hambre, anunció Requelle.
Caminando en busca de un
restorán.
Un policía apareció mágicamente y ladró:
por qué está molestando a la señorita.
Yo no estoy molestando a la señohebrita.
Él no me está molestando.
Usted no la está molestando, afirmó el policía antes de retirarse.
Requelle y Oliveira rieron aun cuando comían unos caldos de pollo con inevitables sopes de pechuga.
A qué hora abren los registros civiles, preguntó Oliveira.
Creo que como a las nueve, respondió ella
con solem-
nidad.
Ah, entonces nos da tiempo de ir a otro hotelín.
Hotel Luna de Miel
El empleado del hotel miraba a Oliveira con el entrecejo fruncido.
Armóse finalmente, intuyó Requelle.
Están ustedes casados.
Claro, respondió Oliveira sin convicción.
Requelle lo tomó del brazo y recargó su cabeza en el hombro olivérico al completar:
que no.
Y su equipaje.
No tenemos, vamos a pagar por adelantado.
Sí, señor, pero éste es un hotel decente, señor.
Ah pues nosotros creímos que era un hotel de paso.
Pues no, señor; y no que me dijo questaban casados.
Y lo estamos, mi estimated, pero nos da la gana venir a un hotel, qué no se puede.
Y a poco cren que les voy a crer.
No, ni queremos.
Pues es que aquí cuesta el cuarto cuarenta pesos, presumió Empleado.
Újule, ni que fuera el Fucklton, ahi nos vemos.
Oye no, Oli, estoy muy cansada: yo pago.
Qué se me hace que usted está extorsionando aquí a la señorita.
Qué se me hace que usted es un pendejo.
Mire, a mí nadie me insulta, señor, ah qué caray; va a ver si no le hablo a la policía.
No antes de que le rompa el hocico.
Usted y cuántos más.
Yo sólito.
Olifiero, por favor, no te pelees.
Si no me voy a pelear, nomás voy a pegarle a este tarugo, como dijera la canción de los Castrado Brothers, discos RCA Víctor.
Ah sí, muy macho.
No señor, macho jamás pero le pego.
No me diga.
Sí le digo.
No mesté calentando o deveras le hablo a los azules.
Vámonos, Oliveira.
Vámonos, mangos.
Bueno, van a querer el cuarto sí o no.
A cuarenta pesos, ni locos.
Ándele pues, ahi que sean veinte.
Ése es otro poemar, venga la llave.
El cuarto resultó más corriente que los anteriores.
Ella se desplomó en la cama
pero el crujido la hizo levan-
tarse en el acto.
Se ruborizó.
No seas payasa, Requelle.
Ay cómo eres.
Ay cómo soy.
Pausa conveniente.
Uy, tengo un sueño, aventuró ella.
Yo también; vamos a dormirnos, órale.
No. Digo, ya no tengo sueño.
Olivérica mirada de exaspe-
ración contenida.
Ándale.
Pero luego quién nos despierta.
Yo me despierto, no te apures.
Oliveira empezó a quitarse los zapatos.
Te vas a desvestir.
Claro, respondió éí.
Y yo.
Desvístete también, a poco en Las Lomas duermen vestidos.
No.
Ahí está.
Oliveira ya se había quitado los pantalones y los aventó a un rincón.
Se van a arrugar, Oli.
Despreocupación con sueño.
Qué le hace.
Se quitó la camisa.
Estás re flaco, necesitas vitaminarte.
Al diablo con las vitavetas y ésa es una seria advertencia que te ofrezco.
Se metió bajo las sábanas.
Tilt up hasta mejor muestra
del rubor requelliano.
No te vas a dormir.
Es que no tengo sueño, Olichondo.
Bueno, yo sí; hasta pasado mañana.
Le dio un beso en la mejilla y cerró los ojos.
Requelle consideró:
siempre sí tengo sueño.
Muriéndose de vergüenza,
Muchacha se quitó la ropa, la acomodó con cuidado, se metió en la cama y trató de dormir…
.
.
.
Oliveira cambió
de posición y Requelle pegó un salto.
Oliveira, despiértate, tienes las patas muy frías.
Cómo eres, Requi, ya me estaba durmiendo. Y además no era mi pata sino mi mano.
Sí, ya lo sé. Me quiero ir.
Aporrearon la puerta.
Quién, gruñó Baterista.
La policía.
Al carajo, gritó Oliveira.
Abra la puerta o la abrimos nosotros, tenemos una llave maestra.
Requelle trataba de vestirse a toda velocidad.
Vayanse al diablo, nosotros no hemos hecho nada.
Y cómo no, no está ahi dentro una menor de edad.
Eres menor de edad, preguntó Oliveira a Requelle.
No, contestó ella.
No, gritó Baterista a la puerta.
Cómo no. Abra o abrimos.
Pues abran.
Abrieron. Un tipo vestido de
civil y Empleado.
Requelle había terminado de vestirse.
Ya ve que abrimos.
Ya veo que abrieron.
Bueno, cómo se llama usted, preguntó el civil a Requelle, pero fue Oliveira quien respondió:
se llama la única y verdadera Lupita Tovar.
Señorita Tovar, es usted señorita, quiero decir, es usted menor de edad.
Usted es, deslizó Oliveira sin levantarse de la cama.
Déjese de payasadas o lo llevo a la cárcel.
Usted no me lleva a ninguna parte, menos a la cárcel porque el barrio me extraña. Quién es usted, a propósito.
La policía.
Híjole, qué uniformes tan corrientes les dieron, deberían protestar.
Soy la policía secreta, payaso.
Usted es la policía secreta.
Sí señor.
Fíjese que se lo creo, puede verse en sus bigotes llenos de nata.
Oliveira guardó silencio y Requelle tomó asiento en la cama.
(Nótese la ausencia
del habitual e incorrec-
to: se sentó.)
La nuestra Requelle repenti-
namente tranquilizada.
Hasta bostezó.
El secreto: callado también, perplejo;
panzón se le deja, agrega un amigo del Autor.
Oliveira los miró un momento y luego se acomodó mejor en la cama, cerró los ojos.
Oiga, no se duerma.
No me dormí, señor, nada más cerré los ojos; cómo voy a poder dormirme si no se largan.
Ves cómo es re bravero, mano, lloriqueó Empleado.
Qué horas son, preguntó Baterista.
Las ocho y media, le respondieron.
Ah caray, ya es tarde; hay que ir al registro civil, vidita, dijo Oliveira como si los intrusos no estuvieran allí: se puso de pie y empezó a vestirse.
(Adviértase ahora la ausencia
de: se paró; nota del editor.)
Señorita Tovar, decía el agente, usted es menor de edad.
Si usted lo dice, señor. Tengo doce años y nadie me mantiene, y no me hable golpeado porque mi hermano se lo suena.
Ah sí, échemelo.
Yo soy su hermano, especificó Oliveira.
Agente escandalizado.
Cómo que su hermano, no diga esas cosas o le va pior.
Me va peor, corrigió Oliveira,
permitiendo que la Academia
de la Lengua suspire con alivio.
Se puso el saco y guardó su corbata en el bolsillo.
Bueno, vamonos, dijo a Requelle.
A dónde van, no le saquen, culeros.
Oliveira miró al secreto con cara de influyente.
Se acabó el jueguito. Cómo se llama usted.
Víctor Villela, contestó el secreto.
No se te vaya a olvidar el nombre, hermanita.
No, hermanito.
Salieron con lentitud, sin que intentaran detenerlos. Al llegar a la calle, los dos se echaron a correr desesperadamente. Al llegar a la esquina, se detuvieron.
Nadie los seguía.
Por qué corremos, preguntó Requelle Lingenua.
La picara ingenua.
Nomás, respondió él.
Cómo nomás.
Sí, hay que ejercitarse para las olimpiadas, pequeña: mens marrana in corpore sano.
Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora.
(Échese ojo esta vez al inteli-
gente empleo de: durante; nota
del linotipista.)
Al fin llegó, hombre anciano, eludiste la jubilación.
Oliveira aseguró:
aquí la seño tiene ya sus buenos veinticinco añejos y cuatro abortos en su curriculum; yo, veintiocho años, claro; la mera verdad, mi juez, es que vivimos arrejuntadones, éjele, y hasta tenemos un niño, un machito, y pues como que queremos legalizar esta innoble situación para alivio de nuestros retardatarios vecinos con un billete de a quinientos.
Y sus papeles, preguntó el oficial del registro civil.
Ya le dije, mi ultradecano, nomás es uno: de a quinientos.
El juez sonrió con una cara de qué muchachos tan modernos y explicó:
miren, en el De Efe no van a lograr casarse así, si hasta parece que no lo supieran, esas cosas se hacen en el estado de México o en el de Morelos. Ni modo.
Ni modo, concedió Baterista, nada se perdió con probar.
Afuera el sol estaba cada vez más fuerte y Requelle se quitó el abrigo.
Chin, dijo ella, voy a tener que pedirle permiso a mi mamá y todo eso.
Eres o no menor de edad, preguntó Oliveira.
Claro que sí.
Chin, consintió él.
Caminando despacio.
Bajo el sol.
Criadas con bolsa de pan miraban el vestido de noche de Requelle.
Requelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, cantó Oliveira.
Que no me digas así, sangrón: juro por el honor de tus primas Renata y Tompiata que vuélvote a morder.
Sácate, todavía tengo hinchado el tobillo.
Ah, ya ves.
Se renta departamento una pieza todos servicios.
Lo vemos, propuso Requelle.
Edificio viejo.
Parece teocalli, pero aguanta, aventuró él.
Está espantoso, aseguró Requelle, pero no le hace.
El portero los llevó con la dueña del edificio, ella da los informes ve usted.
Señora amable. Con perrito.
Oliveira se entretuvo haciendo cariños al can.
Queríamos ver el departamento que se alquila, señora, dijo Requelle,
sa belle;
le presento a mi marido, el licenciado Filiberto Rodríguez Ramírez; Filiberto, mi amor, deja a ese perrito tan bonito y saluda a la señora.
Buenos días, señora, declamó Oliveira Obediente, licenciado Domínguez Martínez a sus rigurosas órdenes y a sus pies si no le rugen, como dijera el doctor Vargas.
Ay, qué pareja tan mona hacen ustedes, y tan jóvenes, tan tiernitos.
Entrecruzando miradas.
Favor que nos hace, señora, verdad Elota, comentó Oliveira.
Sí, mazorquito mío.
Vengan, les va a encantar el departamento, tiene mucha luz, imagínense.
Nos imaginamos, respondió Requelle automáticamente.

Para Angélica María



19 ago 2014

Cabecita blanca

Rosario Castellanos



La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. Le receta no era para los momentos de apuro, cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.

–Hola, mamá. Ya llegué.

La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con, unas amigas tan solitarias, tan sin nada qué hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:

–No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…

Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente, o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención– ya de por sí escasa– a la legítima.

Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas del mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.

–Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y el sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.

Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en el que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.

Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.

–Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.

La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.

–El día en que yo te falte…

–Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.

He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: “sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez”. Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.

¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además, permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.

La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevara una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:

–¡Piruja!

La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero, el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre– bendecido por el cielo con cinco hijas solteras– convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.

Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. “Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed.”

La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.

Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez– inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades– la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de asechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que, había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.

Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.

La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.

Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.

El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscada donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.

En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.

Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos lo otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No él no. La ropa la dejaba de venir, y era una lástima sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.

La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuando era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.

Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿que fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.

Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡qué esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá. No tenía que complicarse mucho. La señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.

Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.

Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.

¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.

Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.

Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.

Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos miramientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.

La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.

Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos –unas dos o tres cuadras– y se llegaba fácilmente a pie.

En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.

Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su “cabecita blanca” –como la llamaba cariñosamente– era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.

Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.

Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.

¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.

Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.

A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quién.

La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían “mi tío” ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarIo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.

Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable. ¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los necesitados.

Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían, como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito –que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo– le plantó un par de bofetadas bien dadas. Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?

¡Qué cabeza! A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.

¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.

Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.

La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.

Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla –porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente– ya ni siquiera la llevaba a su casa.

En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.

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